Un laico escribió: «¿Qué sentido y qué valor tiene nuestro trabajo de
laicos ante Dios? Es verdad que los laicos nos dedicamos también a muchas obras
de bien (caridad, apostolado, voluntariado); pero la mayor parte del tiempo y
de las energías de nuestra vida tenemos que dedicarlas al trabajo. Así que, si
el trabajo no vale para el cielo, nos encontraremos con bien poco para la
eternidad. Todas las personas a las que hemos preguntado no han sabido darnos
respuestas satisfactorias. Nos dicen: ¡Ofreced todo a Dios! ¿Pero basta esto?».
Respondo: No; el trabajo no vale sólo por la «buena intención» que se pone al
hacerlo, o por el ofrecimiento que se hace de él a Dios por la mañana; vale
también por sí mismo, como participación en la obra creadora y redentora de
Dios y como servicio a los hermanos. El trabajo humano –dice un texto del
Concilio-- «es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de
subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio,
puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la
creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a
Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo» (Gaudium et spes, 67).
No importa tanto qué trabajo hace uno, sino cómo lo hace. Esto
restablece una cierta igualdad, dejando de lado todas las diferencias (a veces
injustas y escandalosas) de categoría y de remuneración. Una persona que ha
desempeñado tareas humildísimas en la vida puede «valer» mucho más que quien ha
ocupado puestos de gran prestigio.
El trabajo, se decía, es participación en la acción creadora de Dios y
en la acción redentora de Cristo, y es fuente de crecimiento personal y social,
pero también, se sabe, es fatiga, sudor, dolor. Puede ennoblecer, pero
igualmente puede vaciar y consumir. El secreto es poner el corazón en lo que
hacen las manos. No es tanto la cantidad o el tipo de trabajo que se hace lo que
cansa, sino la falta de entusiasmo y de motivación. A las motivaciones terrenas
del trabajo, la fe añade una eterna: nuestras obras, dice el Apocalipsis, nos
acompañarán (Ap 14,13). RC
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