“Al amigo se le conoce en la enfermedad y en la cárcel”
Las prisiones son un
verdadero infierno. No sólo por las penas físicas -que se agravan por la
sobrepoblación y por el daño que se causan entre sí los presos- sino, sobre
todo, por la pena moral del remordimiento en los culpables y de la justa
indignación en los inocentes, que también los hay.
Algunos tratan de aliviar,
en lo posible, las penas de ese infierno y visitan con frecuencia a los presos:
son las madres y las esposas. Algunas perseveran aunque la sentencia sea larga,
muy larga o para siempre; otras, los dejan solos.
Hay quienes, movidos por
motivos religiosos o simplemente humanitarios, visitan también las cárceles,
llevando consuelo, esperanza y, a final de cuentas, redención. Estas visitas
caritativas pueden parecer inútiles para quienes no tienen fe y siguen
considerando a la religión como “opio del pueblo”. Por eso me dio mucho gusto
leer en los periódicos que la Comisión de Pastoral Penitenciaria de la
Arquidiócesis de México, entregaba, por medio del cardenal Rivera Carrera, los
documentos que acreditaban la libertad de algunos presos que habían sido
ayudados por esos voluntarios que los visitaban, cumpliendo el mandato
misericordioso de Jesús. En lo que va del año han ayudado a conseguir su
libertad a 230 presos. ¡Una misericordia efectiva!
¿Qué es?
La palabra misericordia
tiene su origen en dos palabras del latín: misereri, que significa tener
compasión, y cor, que significa corazón. Ser misericordioso es tener un corazón
compasivo. La misericordia, junto con el gozo y la paz, son efectos del amor;
es decir, de la caridad.
Pasaporte para el cielo
¿Qué se necesita para ir
al cielo? ¿Acaso rezar mucho? ¿No faltar a los mandamientos? Pues resulta que
lo que Jesús nos pide es que seamos misericordiosos con Él; y lo somos si nos
comportamos misericordiosamente con los más necesitados.
Si deseo, pues, ir al
cielo, más me vale que comience a preocuparme efectivamente por los prójimos
que necesitan de mí. “Bienaventurados
los misericordiosos...”
No sólo en los tiempos
históricos en los que vivió Jesús antes de su ascensión, sino en estos tiempos
en que vivimos, hace falta la misericordia. Cuando la desgracia alcanza
proporciones desmedidas, la misericordia se vuelve una necesidad que atienden
oficialmente las organizaciones mundiales o nacionales. Sabemos que la ONU y
otras organizaciones filiales ayudan a las víctimas de guerra, a los
refugiados, a los que padecen hambre. La Cruz Roja es el paladín de la ayuda
voluntaria y desinteresada a los que sufren. En casi todos los países, hay
obras semejantes que se distinguen por su altruismo y filantropía. A nivel de
católicos, tenemos Cáritas (Caridad) que trata de expresar en obras la fe de la
Iglesia.
Todos estos movimientos
necesitan de tu colaboración. La medida de tu compromiso dependerá de la
conciencia que tengas de la urgencia de ayuda de tus hermanos necesitados. Una
persona que da su tiempo, su dinero y lo que es y sabe a este tipo de
organizaciones, se llama “voluntario”. ¿Te gustaría serlo? Pero también puedes serlo
de una forma autónoma o formar equipo con tu familia o tus vecinos. Sólo se
necesita un corazón compasivo y, como seguramente ya te habrás dado cuentas, tú
lo tienes y lo tienen tus hijos, tu esposa y toda esa gente buena con la que
convives. No necesitamos buscar a quién ayudar, la vida misma
nos va presentando la oportunidad. Basta tener los ojos abiertos y, más que los
ojos, el corazón.
Hagamos de nuestras obras
de misericordia una cuestión de familia en la que todos participemos, cada
quien de acuerdo con sus posibilidades y su edad. Quizás no esté a nuestro
alcance adoptar a un huérfano de guerra o ir a socorrer a los damnificados de
un terremoto en el otro lado del mundo, pero sí lo está el dar compañía a un
solitario, el visitar a un enfermo, el ayudar a un estudiante a pasar un
examen, el conseguir trabajo a un amigo, el acudir al novenario de un
difunto... ¡tantas cosas que podemos hacer! SGR
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