Tengo la
costumbre de andar con una pequeña cruz de madera en el pecho. Amo esta cruz
porque Jesucristo salvó al mundo por este signo. Además, como hermano-religioso
y ministro de la Iglesia Católica, quiero mostrar así mi entrega total a Jesús,
mi Maestro.
Pero pasa, a
veces, que cuando me ven los hermanos evangélicos con esta cruz en el pecho,
comienzan a criticarme y me echan en cara que así estoy crucificando a Cristo;
otros me dicen que soy idólatra, y que soy un condenado con el patíbulo pegado
en el pecho; y por último no faltan los que hasta me quieren prohibir hacer la
señal de la cruz o persignarme.
No entiendo
por qué algunos se ponen tan fanáticos, o por qué se escandalizan frente a una
cruz colgada en el pecho...
Bueno, no
importa lo que piensan ellos de mí, pero sigo llevando esta cruz en el pecho
porque es para mí un símbolo de la fe que llevo en mi corazón, esta fe en
Cristo crucificado y resucitado. A los que piensan que soy idólatra les
recomiendo que lean atentamente la carta que escribí acerca de los verdaderos
ídolos de este mundo moderno.
Ahora,
queridos hermanos, les voy a hablar sobre la grandeza de la cruz de Cristo, y
cómo el Señor invitó a sus verdaderos discípulos a cargar su cruz y seguir sus
pasos. Ojalá que tengan la paciencia de consultar todos los pasajes bíblicos
que les voy a citar. Creo sinceramente que nuestros hermanos evangélicos, al no
leer toda la Biblia, sólo por ignorancia llegan a prohibir estas cosas.
La cruz de Jesucristo
Jesús murió
crucificado, y su cruz, juntamente con su sufrimiento, su sangre y su muerte,
fueron el instrumento de salvación para todos nosotros. La cruz no es una
vergüenza, sino un símbolo de gloria, primero para Cristo, y luego para los
cristianos.
El escándalo de la Cruz
«Nosotros
predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los
paganos» (1 Cor. 1, 23). Con estas
palabras, el apóstol Pablo expresa el rechazo espontáneo de todo hombre frente
a la cruz.
En verdad uno
se pregunta: «¿Cómo podía venir la salvación al mundo por una crucifixión?
¿Cómo puede salvarnos aquel suplicio reservado a los esclavos? ¿Cómo podría
venir la redención por un cadáver, por un condenado colgado en el patíbulo, por
una muerte tan cruel como la de un malhechor?... (Deut. 21, 22; Gal. 3,1).
Cuando Jesús
anunciaba su muerte trágica en la cruz a sus discípulos, ellos se horrorizaban
y se escandalizaban. No podían tolerar el anuncio de su sufrimiento y de su
muerte en la cruz (Mt. 16, 21; Mt. 17,
22).
Así, la
víspera de su pasión, Jesús les dijo que todos se escandalizarían a causa de
Él. (Mt. 26, 31). Y en verdad, a raíz
de una condena injusta, Jesús fue crucificado y murió en forma escandalosa.
El misterio de la Cruz
Jesús nunca
dulcificó el escándalo de la cruz, pero sí nos mostró que su crucifixión
ocultaba un profundo misterio de vida nueva. El camino de la salvación pasó por
la obediencia de Jesús a la voluntad de su Padre: «Jesús fue obediente hasta la
muerte y muerte de cruz» (Fil. 2, 8).
Pero esta muerte fue «una muerte al pecado». A través de la debilidad de Jesús
crucificado se manifestó la fuerza de Dios (1
Cor. 1, 25). Si Jesús fue colgado del árbol como un maldito, era para
rescatarnos de la maldición del pecado (Gál.
3, 13). Su cadáver expuesto sobre la cruz permitió a Dios «condenar la ley
del pecado en la carne» (Rom 8, 3).
Además, «por
la sangre de la cruz» Dios ha reconciliado a todos los hombres (Col. 1, 20), y ha suprimido las
antiguas divisiones ente los pueblos causadas por el pecado (Ef. 2, 14-18). En efecto Cristo murió
«por todos» (1Tes. 5, 10) cuando
nosotros aún éramos pecadores (Rom 5, 6),
dándonos así la prueba suprema de amor. (Jn.
15, 13 y 1 Jn. 4, 10). Muriendo «por nuestros pecados» (1 Cor. 15,3 y 1 Ped 3,18), nos reconcilió con Dios por su muerte (Rom 5, 10), de modo que podemos ya
recibir la herencia prometida (Heb 9, 15).
La cruz, elevación a la gloria
La cruz se ha
convertido en un verdadero triunfo por la Resurrección de Cristo. Solamente
después de Pentecostés, los discípulos, iluminados por el Espíritu Santo,
quedaron maravillados por la gloria de Cristo resucitado y luego ellos
proclamaron por todo el mundo el triunfo y gloria de la cruz.
La cruz de
Cristo, su muerte y resurrección han destruido para siempre el pecado y la
muerte. El apóstol Pablo nos canta en un himno triunfal:
«La muerte ha
sido destruida en esta victoria. Muerte
¿dónde está ahora tu victoria? ¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón? El
aguijón de la muerte es el pecado. Pero, gracias sean dadas a Dios, que nos da la Victoria
por Cristo Jesús
Nuestro Señor»
(1 Cor. 15, 55-57)
Escribe
también el apóstol San Juan:
«Así como
Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto (signo de salvación en el
Antiguo Testamento), así también es necesario que el Hijo del hombre sea
levantado en alto, para que todo aquel que crea, tenga por El vida eterna» (Jn. 3, 14-32).
Y dijo Jesús:
«Cuando Yo haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn. 12, 32).
La suerte de
Cristo crucificado y resucitado será, entonces, la suerte de los verdaderos
discípulos del Maestro.
La cruz de Cristo y nosotros
En aquel
tiempo Jesús dijo: «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
cargue con su cruz y sígame» (Mt. 16, 24).
Eso quiere decir que el verdadero discípulo no sólo debe morir a sí mismo, sino
que la cruz que lleva es signo de que muere al mundo y a todas sus vanidades (Mt. 10, 33-39). Además el discípulo
debe aceptar la condición de perseguido, perdonando, incluso, al que quizá le
quite la vida (Mt. 23, 34). Así para
el cristiano llevar su cruz y seguir a Jesús es signo de su gloria anticipada:
«El que quiere servirme, que me siga, y donde Yo esté, allá estará el que me
sirve. Si alguien me sirve, mi Padre le dará honor» (Jn. 12,26).
El cristiano lleva una vida de crucificado
La cruz de
Cristo, según el apóstol Pablo, viene a ser el corazón del cristiano. Por su fe
en el Crucificado, el cristiano ha sido crucificado con Cristo en el bautismo,
y además ha muerto a la ley del Antiguo Testamento para vivir para Dios.
«Por mi parte,
siguiendo la ley, llegué a ser muerto para la ley a fin de vivir para Dios.
Estoy crucificado con Cristo, y ahora no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,19-20).
Así el
cristiano pone su confianza en la sola fuerza de Cristo, pues de lo contrario
se mostraría «enemigo de la cruz». «Porque muchos viven como enemigos de la
cruz de Cristo» (Fil 3, 18).
La Cruz, título de gloria del cristiano
En la vida
cotidiana del cristiano, «el hombre viejo es crucificado» (Rom 6, 6) hasta tal punto, que quede plenamente liberado del
pecado. El cristiano diariamente asumirá la sabiduría de la cruz, se
convertirá, a ejemplo de Jesús, en humilde y «obediente hasta la muerte y
muerte de cruz».
No debemos
temer llevar una cruz en el pecho ni menos colocar un crucifijo en la cabecera
de nuestra pieza. Sí debemos temer «la apostasía» o la traición a la verdadera
religión que sería lo mismo que crucificar de nuevo al Hijo de Dios (Heb 6, 6).
El verdadero
cristiano con la cruz en la mano debe exclamar: «En cuanto a mí, quiera Dios
que me gloríe sólo en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo
está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6, 14).
Consideraciones finales
1. En la cruz de
Cristo encontramos como un compendio de la verdadera fe cristiana y por eso el
pueblo cristiano con profunda fe ha encontrado miles y miles de formas para
expresar su amor a Cristo crucificado. Espontáneamente la religión del pueblo
ha reproducido por doquier, en pinturas y esculturas, cruces de distintas
formas. El creyente ha colocado cruces sobre los cerros, en el techo de sus
casas, etc. el cristiano se persigna para proclamar su fe en la gloria de
Cristo; el discípulo fiel se coloca la cruz en el pecho para anunciar la fe que
lleva en el corazón...
2. Estas
expresiones populares no son de ninguna manera idolatría como pretenden algunos
hermanos evangélicos. Es realmente una auténtica expresión de fe y de amor a
Cristo que murió por nosotros. ¡Qué hermoso cuando uno entra en una familia
cristiana y ve cómo la cruz de Cristo tiene un lugar privilegiado en el hogar!
¡Qué profunda fe se expresa cuando un cristiano hace, con sentimientos de
reverencia, la señal de la cruz! Es muy fácil y barato burlarse de estas
expresiones populares de fe. Pero tales ironías son faltas graves al respeto y
al amor al prójimo, tales burlas son simplemente signos de una atrevida
ignorancia.
3. Y ¿qué decir
de la cruz en el pecho? Si alguien -sacerdote, religiosa o laico- lleva una
cruz en el pecho con fe y amor, con sentimientos de reverencia, nadie tiene el
derecho de reírse de esta persona. ¿Quién eres tú para juzgar y criticar los
auténticos sentimientos religiosos del pueblo? Sólo Dios sabe escudriñar lo más
íntimo de nuestros corazones.
4. Por último,
una palabra acerca del crucifijo. Cuando sobre la cruz se coloca la imagen de
Cristo, llamamos al conjunto «crucifijo». No se adora el madero, sino que el
cristiano ve a Cristo muerto en ella. Tener un crucifijo no es ninguna
idolatría. Es un signo de amor a Cristo.
Nunca la
Iglesia ha enseñado a adorar cruces, sino a adorar a Cristo que en ella murió.
Sí, la Iglesia nos invita a venerar estos signos de fe. También nos enseña la
Iglesia que nadie debe llevar una cruz en el pecho si no tiene al menos la
intención sincera de seguir las huellas de Jesucristo. Menos debemos llevar una
cruz como un simple amuleto o como un adorno para lucirse.
El amor al
Señor que murió en la cruz hace que frecuentemente se hayan hecho crucifijos de
materiales preciosos, pero en nuestros días la Iglesia vuelve a preferir un
crucifijo simple y rústico, más realista y expresivo.
Queridos
hermanos, éstas son las razones por las que nosotros los católicos veneramos y
honramos la santa Cruz con sumo respeto. Y cuando nosotros llevamos una cruz en
el pecho, siempre debemos acordarnos de las palabras del apóstol San Juan:
«En cuanto a
mí,
no quiere Dios que me
gloríe sino
en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí
y yo para el mundo». (Gál
6, 14). «Que
nadie, pues, me venga a molestar. Yo, por mi parte, llevo en mi cuerpo las señales de Jesús» (Gál 6, 17). PD y MJ
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