lunes, 23 de septiembre de 2019

Hijos demasiado místicos

Pietro Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de ropa de la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.
Don Pietro se presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando que lo desheredaba y que tenían que devolverle todo el dinero que había gastado en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado le devolvió todo ese dinero, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre y, como respuesta, le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta, que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad.
Al poco tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos en los altares, las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos más de cuarenta mil religiosos.
        
—De todas formas, hay que disculpar un poco a su padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.
Sin duda hay que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy diversos, y que el respeto que todo el mundo tiene por la libertad de elección de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa elección.
Algo parecido sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida por los ‘caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística’. Porque ella, como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que, además, les venía muy bien emparentar.
Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio fácil, y le riñó y le gritó como solamente ella sabía hacerlo: “¡Te casarás con quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!”. La amenazó: “No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos”.
Todo fue inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre y que, además, no tenía la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su genio y su ingenio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia y les habló con una claridad meridiana: “Dejad todas esas negociaciones sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que buenamente me pidáis. Pero, si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón”.
Fue entonces cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: “Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve la obstinación de la juventud, sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana”.
Lapa estaba desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era evidente que era solo una niña, pues tenía diecisiete años. Pero no tuvo más remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: “¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!”.
Y luego vino esa incansable preocupación de su hija por los pobres, y sus constantes limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían contra ella.
Catalina murió joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa, conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el 29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron las influencias más poderosas: logró que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agruparon a su alrededor para escucharla. A los veinticinco años tenía ya una reconocida fama como conciliadora de la paz entre soberanos y como sabia consejera de príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en asuntos gravísimos, y Catalina supo hacer esa labor con prudencia, inteligencia y eficacia.
Su madre iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera hecho caso... Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria era haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija -la sombra más amada por ella-, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: “pero si es todavía una niña...”.
        
—Me parece que, hoy día, el principal miedo de los padres ante la vocación de sus hijos es el temor a que fracasen en ese camino.
Es fácil de entender esa inquietud, pero ese riesgo se da igualmente en la elección matrimonial, y en muchas cosas más, y por eso me parece que los padres no deben oponerse a la entrega a Dios de un hijo, simplemente, porque no tengan seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación.
       
—Quizá es que también a veces ven a sus hijos con muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.
No sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o los altibajos de ánimo que a veces son propios de la adolescencia, de la misma manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas claros de falta de vocación. Ya hemos dicho que la vocación no es un premio a un concurso de méritos o de virtudes, y que Dios llama a quien quiere, y que, entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.
        
—Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así que el único problema es que, con su resistencia, puedan retrasar un poco la entrega de sus hijos.
El problema no es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr el encuentro de sus hijos con Dios. Hay estilos de vida que facilitan ese encuentro, y hay otros que lo dificultan. Lo natural es que los padres cristianos se preocupen de que sus hijos tengan una cabeza y un corazón cristianos, y de que el hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad. Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.
La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que sufren a veces los padres ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o bien por su tibieza al acogerla. El “ten cuidado”, el “no te pases de bueno”, el egoísmo de querer tener los hijos siempre cerca, o que hagan siempre lo que los padres quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.
Algunos padres buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un orden. Los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o incluso hacen lo posible por dificultar una posible vocación, y más adelante se lamentan de cómo evoluciona el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No debe olvidarse que el mayor enemigo de la personalidad madura es el egocentrismo, y que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo egoísta, sino el que establece la voluntad de Dios y la libertad de cada hijo.
        
—¿Y es coherente que unos padres cristianos no deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?
Ante la entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios ese don. Y cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad y de virtud, no es infrecuente que Dios les bendiga de esa manera en sus hijos.
Los buenos padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro de eso, que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos y no se queden en la mediocridad espiritual. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981: “Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decidan seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad”.
        
—¿Y si solo desean que sus hijos retrasen un poco ese paso?
Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros se lamentan de que sus hijos ya mayores no dejan el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso suele ser una muestra de madurez.
Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo que importa es que esos sueños coincidan con lo que Dios quiere. El gran proyecto ha de ser su felicidad, y no hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega libre y generosa de sus hijos. A veces, esa entrega del hijo supondrá también la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. Pero eso no es un simple imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y, a veces, puede ser mayor mérito de los padres, que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, y para entregarlo con alegría.
En abril de 1949, pidió la admisión en el Opus Dei un estudiante latinoamericano llamado Juan Larrea. Su familia no veía con agrado su decisión, tal vez por desconocimiento de lo que realmente era el Opus Dei, o acaso porque tal decisión desbarataba planes e ilusiones familiares. “Por entonces -contaba el propio Juan Larrea-, mi padre era embajador de Ecuador ante la Santa Sede y me dijo que consultase el caso con Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado. Hablé con Mons. Montini, contándole mi historia, y después de una larga y cariñosa conversación, Mons. Montini me dijo: tendré una palabra de paz para su padre. Días después recibió a mi padre diciéndole que había hablado con Pío XII y que le había dicho: “Diga usted al embajador que en ningún sitio estará mejor su hijo que en el Opus Dei”. Veinte años más tarde, siendo yo obispo, visité a Mons. Montini, que era entonces el Papa Pablo VI, y me recordó con amabilidad la audiencia antes descrita”.
        
—Pero es natural que a los padres les cueste la separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue a Dios.
Teresa de Lisieux había sido siempre la hija preferida de su padre; era tan alegre, atractiva y amable, que los dos sufrieron intensamente cuando llegó el momento de la separación. Pero ninguno de los dos dudó de que ella debiera seguir su camino e irse al Carmelo.
Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo, buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que exige a veces un distanciamiento físico (estudiar en otra ciudad, o ir al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.
Sería ingenuo pensar que, si esos hijos no se hubieran entregado a Dios, estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente, el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de la misma edad, cuando, por unos motivos u otros, no participan en algunos planes familiares. Cuando pasan los años y se ven las cosas con más perspectiva, suele comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a veces haya supuesto inicialmente una distancia física mayor.
Es verdad que, con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar paterno, y es natural que a los padres les cueste ese paso, pues lo extraño sería que no les costara, y a veces mucho. Pero también aquí se manifiesta el espíritu cristiano de una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto su propio testimonio: “Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece que cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de manera que lo puse por obra”. AA

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