Pietro
Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de
ropa de la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo
Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la
música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen
día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a
Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.
Don Pietro se
presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando
que lo desheredaba y que tenían que devolverle todo el dinero que había gastado
en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado le devolvió todo ese
dinero, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre y,
como respuesta, le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una
faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta,
que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la
cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el
resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque
pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a
Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad.
Al poco
tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se
entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que
llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y
fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se
extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco
mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la
actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos en los altares,
las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos
más de cuarenta mil religiosos.
—De todas formas, hay que disculpar un poco a su
padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San
Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.
Sin duda hay
que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy
diversos, y que el respeto que todo el mundo tiene por la libertad de elección
de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia
de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa
elección.
Algo parecido
sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida
por los ‘caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística’. Porque ella,
como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un
buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que,
además, les venía muy bien emparentar.
Y cuando
estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le
dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio
fácil, y le riñó y le gritó como solamente ella sabía hacerlo: “¡Te casarás con
quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!”. La amenazó: “No te dejaremos
en paz hasta que hagas lo que te mandamos”.
Todo fue
inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que
su hija había decidido entregarse a Dios para siempre y que, además, no tenía
la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí,
en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus
tácticas, su genio y su ingenio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le
reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia
y les habló con una claridad meridiana: “Dejad todas esas negociaciones sobre
mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer
a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas
condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que
buenamente me pidáis. Pero, si me echáis por haber tomado esta resolución,
sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón”.
Fue entonces
cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: “Querida
hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios,
de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve
la obstinación de la juventud, sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa
libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás
te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino.
Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan
temprana”.
Lapa estaba
desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era
evidente que era solo una niña, pues tenía diecisiete años. Pero no tuvo más
remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones
que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: “¡Ay, hija
mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha
robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!”.
Y luego vino
esa incansable preocupación de su hija por los pobres, y sus constantes
limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era
caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no,
eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja
casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y
sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su
hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían
contra ella.
Catalina murió
joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa,
conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el
29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había
fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a
los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los
gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre
fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de
caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder
que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la
historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron las influencias más
poderosas: logró que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente
Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agruparon a
su alrededor para escucharla. A los veinticinco años tenía ya una reconocida
fama como conciliadora de la paz entre soberanos y como sabia consejera de
príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en
asuntos gravísimos, y Catalina supo hacer esa labor con prudencia, inteligencia
y eficacia.
Su madre iba
como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la
multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera
hecho caso... Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria era haber sido
derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de
que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija -la
sombra más amada por ella-, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz.
De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, aquel rostro
bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía
reprimir el antiguo lamento: “pero si es todavía una niña...”.
—Me parece que, hoy día, el principal miedo de los
padres ante la vocación de sus hijos es el temor a que fracasen en ese camino.
Es fácil de
entender esa inquietud, pero ese riesgo se da igualmente en la elección
matrimonial, y en muchas cosas más, y por eso me parece que los padres no deben
oponerse a la entrega a Dios de un hijo, simplemente, porque no tengan
seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda
no ser fiel a su vocación.
—Quizá es que también a veces ven a sus hijos con
muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra
que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.
No sería
razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o los
altibajos de ánimo que a veces son propios de la adolescencia, de la misma
manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas
claros de falta de vocación. Ya hemos dicho que la vocación no es un premio a
un concurso de méritos o de virtudes, y que Dios llama a quien quiere, y que,
entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera
de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional
de sus hijos.
—Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así
que el único problema es que, con su resistencia, puedan retrasar un poco la
entrega de sus hijos.
El problema no
es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr el
encuentro de sus hijos con Dios. Hay estilos de vida que facilitan ese
encuentro, y hay otros que lo dificultan. Lo natural es que los padres
cristianos se preocupen de que sus hijos tengan una cabeza y un corazón
cristianos, y de que el hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda
tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad.
Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de
los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina
habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.
La Iglesia,
maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que sufren a
veces los padres ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos,
vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos,
comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a
las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran
poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o bien por
su tibieza al acogerla. El “ten cuidado”, el “no te pases de bueno”, el egoísmo
de querer tener los hijos siempre cerca, o que hagan siempre lo que los padres
quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia
manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.
Algunos padres
buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un
orden. Los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen
con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance
para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan
un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas
serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de
padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o
incluso hacen lo posible por dificultar una posible vocación, y más adelante se
lamentan de cómo evoluciona el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como
consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No debe
olvidarse que el mayor enemigo de la personalidad madura es el egocentrismo, y
que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo
egoísta, sino el que establece la voluntad de Dios y la libertad de cada hijo.
—¿Y es coherente que unos padres cristianos no
deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?
Ante la
entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se
ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios
ese don. Y cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad y de
virtud, no es infrecuente que Dios les bendiga de esa manera en sus hijos.
Los buenos
padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural,
en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro
de eso, que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos y no
se queden en la mediocridad espiritual. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981:
“Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como
señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de
vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que
sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o
vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decidan seguir a Cristo por
este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose.
Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad”.
—¿Y si solo desean que sus hijos retrasen un poco
ese paso?
Algunos padres
se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas
decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo
profesional, etc.). Otros se lamentan de que sus hijos ya mayores no dejan el
hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas
responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y
el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su
libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo.
Eso suele ser una muestra de madurez.
Los padres
tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo
que importa es que esos sueños coincidan con lo que Dios quiere. El gran
proyecto ha de ser su felicidad, y no hay proyecto más maravilloso que el que
Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los
padres cristianos deben secundar la entrega libre y generosa de sus hijos. A
veces, esa entrega del hijo supondrá también la entrega de los planes y
proyectos personales que los padres habían hecho. Pero eso no es un simple
imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría
decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres
que lo dan; y, a veces, puede ser mayor mérito de los padres, que han sido
llamados por Dios para dar lo que más quieren, y para entregarlo con alegría.
En abril de
1949, pidió la admisión en el Opus Dei un estudiante latinoamericano llamado
Juan Larrea. Su familia no veía con agrado su decisión, tal vez por
desconocimiento de lo que realmente era el Opus Dei, o acaso porque tal
decisión desbarataba planes e ilusiones familiares. “Por entonces -contaba el
propio Juan Larrea-, mi padre era embajador de Ecuador ante la Santa Sede y me
dijo que consultase el caso con Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de
Estado. Hablé con Mons. Montini, contándole mi historia, y después de una larga
y cariñosa conversación, Mons. Montini me dijo: tendré una palabra de paz para
su padre. Días después recibió a mi padre diciéndole que había hablado con Pío
XII y que le había dicho: “Diga usted al embajador que en ningún sitio estará mejor
su hijo que en el Opus Dei”. Veinte años más tarde, siendo yo obispo, visité a
Mons. Montini, que era entonces el Papa Pablo VI, y me recordó con amabilidad
la audiencia antes descrita”.
—Pero es natural que a los padres les cueste la
separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue
a Dios.
Teresa de
Lisieux había sido siempre la hija preferida de su padre; era tan alegre,
atractiva y amable, que los dos sufrieron intensamente cuando llegó el momento
de la separación. Pero ninguno de los dos dudó de que ella debiera seguir su
camino e irse al Carmelo.
Es ley de vida
que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les
gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo,
buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que exige a
veces un distanciamiento físico (estudiar en otra ciudad, o ir al extranjero
para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos
los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de
trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la
vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una
cierta separación física.
Sería ingenuo
pensar que, si esos hijos no se hubieran entregado a Dios, estarían todo el día
junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas
edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces
pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento
de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente,
el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de la
misma edad, cuando, por unos motivos u otros, no participan en algunos planes
familiares. Cuando pasan los años y se ven las cosas con más perspectiva, suele
comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a
veces haya supuesto inicialmente una distancia física mayor.
Es verdad que,
con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar
paterno, y es natural que a los padres les cueste ese paso, pues lo extraño
sería que no les costara, y a veces mucho. Pero también aquí se manifiesta el
espíritu cristiano de una familia. En esos momentos, los padres no deben
olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede
resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades,
no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto su
propio testimonio: “Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el
sentimiento cuando me muera; porque me parece que cada hueso se me apartaba por
sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes,
era todo haciéndome una fuerza tan grande, que, si el Señor no me ayudara, no
bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de
manera que lo puse por obra”. AA
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