Podemos
considerar el año 1960 como el inicio, al menos desde un punto de vista
“legal”, de la difusión de la primera generación de píldoras anticonceptivas, a
partir de los trabajos de Gregory Pincus y de otros investigadores y promotores
del control de la fertilidad femenina.
La primera
píldora comercializada, conocida como Enovid, se basaba en una combinación
estro-progestínica, desde la mezcla de mestranol (150 microgramos) y
noretindrona (10 miligramos). Tales cantidades fueron posteriormente rebajadas
en píldoras parecidas, que conocemos como píldoras de primera generación.
Pronto varias
compañías farmacéuticas, deseosas de obtener abundantes ganancias en este nuevo
sector del “mercado”, empezaron a difundir las píldoras anticonceptivas en
Europa, en Australia y en el resto del mundo. Las
composiciones químicas de estas pastillas sufrieron diversos cambios a lo largo
del tiempo. Primero se sustituyó el mestranol por otro compuesto químico, el
etinilestradiol, un estrógeno sintético que se consideró menos peligroso para
las mujeres.
La cantidad de
etinilestradiol usada inicialmente (100 microgramos) fue reducida a 50
microgramos, y se añadieron otros compuestos químicos, especialmente el
levonorgestrel (una progestina sintética que con el pasar de los años servirá
para elaborar la ‘píldora del día después’). A partir de estos cambios se suele
decir que la industria farmacéutica había empezado a producir y vender píldoras
anticonceptivas de segunda generación (algunas de ellas conocidas como
bifásicas y otras como trifásicas).
Las píldoras
de primera y de segunda generación provocaban, sin embargo, una serie de
consecuencias no deseadas, entre las que hay que enumerar un número no
insignificante de complicaciones en la circulación sanguínea (trombosis, etc.).
Hay que
esperar a la década de 1980 para que se dé el paso a las píldoras de tercera
generación, que se basan en otras progestinas, el desogestrel y el gestodeno,
que sustituyeron al levonorgestrel. A través de este cambio de componentes
químicos se buscaba reducir, nuevamente, los efectos no deseados en la mujer,
por ejemplo el acné y el hirsutismo. Más tarde, una investigación de la OMS dio
a entender que estas nuevas píldoras implicaban un peligro más elevado de
coágulos sanguíneos (a un nivel mayor respecto de las píldoras de segunda
generación), con lo que se generó un fuerte debate sobre el uso de las mismas.
Existen otras
consecuencias más o menos molestas, algunas de gravedad, en el uso de los
distintos anticonceptivos orales: nauseas, hemorragias, dolores de cabeza,
sequedad vaginal... El uso de un tipo de píldoras puede evitar algunas de esas
consecuencias pero no otras, mientras que otro tipo de píldoras tiene efectos
negativos diferentes. Ha resultado casi siempre difícil encontrar
anticonceptivos “perfectos” y adecuados para el gran número de las mujeres (con
la enorme diversidad de situaciones que se daban: edad, peso, metabolismo,
etc.) que deseaban evitar el embarazo.
Otra temática
abierta, sobre la que se ha discutido y se discute continuamente, es la de la
posible relación entre anticonceptivos y cáncer de pecho. Toca a la ciencia
aclarar este punto, así como evaluar otras consecuencias que la invasión de sustancias
químicas puede provocar en la mujer que no quiere que su cuerpo funcione bien
para “librarse” de las responsabilidades que surgen cuando empieza a vivir un
embrión en sus entrañas.
Hay otro hecho
de mayor gravedad que es dejado de lado con frecuencia al hablar de esta
temática: algunas píldoras anticonceptivas no sólo actúan sobre el sistema
endócrino femenino para bloquear (más o menos eficazmente) la ovulación, sino
que también alteran el endometrio y lo “dañan” hasta el punto de que, si la
ovulación llegase a producirse y luego iniciase una nueva vida, resultaría
prácticamente imposible la anidación del hijo. En esas situaciones, se produce
un ‘miniaborto’ o ‘criptoaborto’, muchas veces sin que la madre llegue a enterarse
de la muerte de su hijo.
Algunos
estudios han afirmado, al respecto, de las píldoras de segunda y tercera
generación eran menos eficaces para evitar la ovulación mientras que actuaban
con mayor fuerza sobre el endometrio, por lo que es muy elevada la probabilidad
de que cada año se produzcan cientos de ‘criptoabortos’.
Como parte de
la mentalidad anticonceptiva que explica la amplia difusión de las píldoras en
sus distintas variantes, las compañías farmacéuticas han producido otras
píldoras destinadas a dos acciones contra la vida de los embriones: la
intercepción y la contragestación.
Las píldoras
interceptivas (la famosa “píldora del día después”), además de que pueden tener
una acción anticonceptiva, buscan impedir la implantación del embrión en el caso
de que se haya producido el encuentro entre los gametos.
Por su parte,
las píldoras contragestativas sirven para eliminar al embrión ya implantado. La
más famosa de ellas es la RU486 (que también puede usarse como interceptiva),
sobre la que existe un vivo debate por haber provocado la muerte de algunas
mujeres adultas. Tal debate, sin embargo, es incompleto, pues resulta
paradójico lamentarse cuando muere una mujer que ha usado la RU486 y guardar
silencio por los miles y miles de hijos que mueren como resultado del uso de
este productivo abortivo.
Es oportuno
recordar que existen otros métodos anticonceptivos e interceptivos, algunos
basados en los mismos compuestos químicos usados en las píldoras, otros que
funcionan con mecanismos diferentes. Podemos enumerar, por ejemplo, los
implantes intracutáneos, las inyecciones anticonceptivas, el dispositivo
intrauterino o espiral, etc.
Algunos de
estos métodos, por tener una clara acción interceptiva y contragestativa, son
abortivos, si entendemos como aborto la eliminación del embrión en el seno
materno. Por desgracia, existen grupos de presión que buscan engañar a la gente
al decir que sólo hay aborto si se elimina al embrión implantado, pero no lo
habría si se provoca la muerte del embrión antes de implantarse. Pero la
realidad no se oculta con mentiras: eliminar en el seno materno la vida de un
ser humano que ha iniciado a existir es siempre un aborto.
Además de los
daños físicos que las distintas píldoras provocan en no pocas mujeres, y de la
posibilidad de que el uso de estos productos produzca un número importante de
“criptoabortos”, existen otras consecuencias que no pueden ser dejadas en el
olvido. Una de ellas consiste en la trivialización de la sexualidad, convertida
en un instrumento de placer “liberado” de las responsabilidades que surgen
cuando ha quedado dañada o destruida la apertura a la generación de nuevas
vidas humanas. Tal trivialización lleva, en no pocos casos, a una mayor
promiscuidad sexual, y ésta, a su vez, provoca un alto riesgo de contraer
enfermedades de transmisión sexual de mayor o menor gravedad.
Otra
consecuencia, sobre la que no se ha reflexionado lo suficiente, consiste en la
fuerte disminución de la fecundidad. Muchas mujeres que durante años han usado
anticonceptivos, cuando desean tener un hijo se encuentran con la triste
sorpresa de que el hijo no llega. Ello es debido, en buena parte, por el simple
hecho de que la biología tiene sus leyes: la mujer tiene menos posibilidades de
quedar embarazada con el pasar de los años. Otras veces la pérdida de la
fecundidad es la consecuencia de haber contraído algunas enfermedades de
transmisión sexual, pues el uso de anticonceptivos, como acabamos de decir,
facilita la promiscuidad y los comportamientos de alto riesgo. FP
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