Estaba echado en su portal.
El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El
rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Sólo
piensa en «banquetear espléndidamente cada día». Este rico no tiene nombre pues
no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso. No
se puede vivir sólo para banquetear.
Echado en el portal de su mansión yace un mendigo hambriento, cubierto
de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas.
No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama «Lázaro» o
«Eliezer», que significa «Mi Dios es ayuda».
Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es
enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «Hades» o «reino
de los muertos». También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno,
pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán». Con imágenes populares de su
tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres.
Al rico no se le juzga por explotador. No se dice que es un impío
alejado de la Alianza. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al
pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su
mansión, pero no se ha acercado a él. Lo ha excluido de su vida. Su pecado es
la indiferencia.
Según los observadores, está creciendo en nuestra sociedad la apatía o
falta de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Evitamos de mil formas el
contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo
cada vez más incapaces para percibir su aflicción. La presencia de un niño mendigo en nuestro camino nos
molesta. El encuentro con un amigo, enfermo terminal, nos turba. No sabemos qué
hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Volver cuanto antes a nuestras
ocupaciones. No dejarnos afectar.
Si el sufrimiento se produce lejos es más fácil. Hemos aprendido a
reducir el hambre, la miseria o la enfermedad a datos, números y estadísticas
que nos informan de la realidad sin apenas tocar nuestro corazón. También
sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, a través de la
pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el
sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil
maneras por anestesiar nuestro corazón.
Quien sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de
quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y, si está en sus
manos, trata de aliviar su situación. JAP
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