Todavía hoy se da entre los cristianos un cierto «elitismo religioso»
que es inconcebible e indigno de un Dios que es amor infinito a todas sus
criaturas. Con frecuencia se acepta como lo más normal que Dios cree muchos
hijos -todos los hombres y mujeres que van naciendo en el mundo-, pero luego se
preocupe de verdad sólo de sus preferidos. Dios escoge siempre «un pueblo
elegido» (Israel o la Iglesia) y se vuelca totalmente en ellos dejando a los
demás pueblos y religiones en un cierto abandono.
Más aún. Se ha afirmado con toda tranquilidad que «fuera de la Iglesia
no hay salvación» citando frases como la tan conocida de san Cipriano, que,
sacada de su contexto, resulta escalofriante: «No puede tener a Dios por padre
el que no tiene a la Iglesia por madre».
Es cierto que el Concilio Vaticano II ha superado esta visión indigna de
Dios afirmando que «Él no está lejos de quienes buscan entre sombras e imágenes
al Dios desconocido puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y
todas las cosas, y el Salvador quiere que todos los hombres se salven» (Lumen
gentium, n. 16), pero una cosa son estas afirmaciones conciliares y otra los
hábitos mentales que siguen dominando la actitud de no pocos cristianos.
Hay que decirlo con toda claridad. Dios que crea a todos por amor, vive
volcado sobre todas y cada una de sus criaturas. A todos llama y atrae hacia la
felicidad eterna en comunión con él. No ha habido nunca un solo hombre o una
sola mujer que haya vivido sin que Dios lo haya acompañado desde el fondo de su
mismo ser. Allí donde hay un ser humano, cualquiera que sea su religión o su
a-religiosidad, allí está Dios suscitando su salvación. Su amor no abandona ni
discrimina a nadie. Como dice san Pablo: «en Dios no hay acepción de personas»
(Rm 2,11).
Rechazado en su propio pueblo de Nazaret, Jesús recuerda la historia de
la viuda de Sarepta y la de Naamán el sirio, ambos extranjeros y paganos, para
hacer ver con toda claridad que Dios se preocupa de sus hijos aunque no
pertenezcan al pueblo elegido de Israel. Dios no se ajusta a nuestros esquemas
y divisiones. Todos son sus hijos, los que viven en la Iglesia y los que la han
dejado. Dios no abandona a nadie. A todos los quiere tener para siempre en su
felicidad eterna.
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