Nos resulta
difícil, a veces nos lleva al temor, pensar en la existencia del infierno.
Porque no querríamos encontrarnos lejos del amor, condenados al fracaso eterno.
Y porque nos dolería profundamente saber que algún ser querido ha llegado a una
situación tan desastrosa. Pero el infierno es un dato concreto de la doctrina
católica. Aparece en la Escritura y en la Tradición, ha sido una enseñanza
constante de la Iglesia.
Las preguntas
son muchas. ¿Qué es el infierno? ¿Por qué existe un infierno? ¿Cómo conjugar la
misericordia divina con el drama de una condena para siempre? ¿Qué actitud
podemos asumir frente a esta terrible posibilidad?
El infierno es
el resultado eterno de una decisión humana: el rechazo del amor de Dios. Quien
muere en pecado mortal y sin convertirse, quien culpablemente rehúsa creer y no
acoge la misericordia divina, se autoexcluye de la salvación, opta por el
desamor. Eso es, en su raíz más profunda, el infierno (CIC, n. 1033-1035).
El Catecismo (n. 1035) explica, además, el principal
sufrimiento del infierno: “La pena principal del infierno consiste en la
separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y
la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira”.
Juan Pablo II
habló ampliamente del infierno en la audiencia general del 28 de julio de 1999.
Definió el infierno como “la última consecuencia del pecado mismo, que se
vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa
definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último
instante de su vida”.
Explicó,
además, que ser condenado al infierno es posible sólo desde la decisión libre
de cada uno. “Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de
Dios, dado que en su amor misericordioso Él no puede querer sino la salvación
de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su
amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja
definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que
sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado”.
Por último,
Juan Pablo II indicaba que no hemos de promover una psicosis respecto a este
tema. La certeza de que existe un infierno, de que es posible terminar la vida
con un “no” a Dios, debe convertirse en una advertencia y en una invitación a
nuestra libertad: si vivimos según Cristo, si acogemos a Dios, evitaremos esa
terrible desgracia.
Benedicto XVI
también ha ofrecido una importante reflexión sobre el infierno en su segunda
encíclica, “Spe salvi” (30 de noviembre de 2007). El infierno, explicaba el
Papa, es el estado al que llega quien ha dañado en su propia vida, de modo
irreversible, la apertura a la verdad y la disponibilidad para el amor (n. 45).
La posibilidad
del infierno está colocada en el horizonte de nuestras vidas. Podemos avanzar
hacia la condenación eterna si nos alejamos del amor, si destruimos la fe, si
buscamos vivir contra Dios y de espaldas al prójimo.
En cambio, si
abrimos el corazón a la misericordia, si rompemos con el egoísmo para entrar en
el mundo del amor, si pedimos humildemente perdón, como el publicano del
Evangelio (Lc 18,9-17), nos acercamos
al trono de la misericordia y permitimos que la Redención llegue a nuestras
vidas.
Queda, como
una inquietud profunda, la pregunta: ¿Y los demás? ¿Hay algunos hombres o
mujeres en el infierno? No nos toca a nosotros indagarlo. Porque no conocemos
lo que hay en los corazones, y porque no sabemos por qué caminos puede llegar la
acción de Dios a las almas.
Pero sí
podemos orar y trabajar profundamente para que ningún hermano nuestro llegue a
un destino tan trágico. Podemos incluso hacer propios los deseos de aquellos
santos que eran capaces de ofrecer su vida para lograr que nadie llegase al
infierno.
Las palabras
de santa Catalina de Siena, en ese sentido, tienen una fuerza fascinadora.
Según cuenta su confesor, santa Catalina mantuvo un diálogo muy especial con
Cristo. La santa decía: “¿Cómo podría yo, Señor, comprender que uno solo de los
que tú has creado, como a mí, a tu imagen y semejanza, se pierda y se escape de
tus manos? No. No quiero de ninguna manera que se pierda ni siquiera uno solo
de mis hermanos, ni uno solo de los que están unidos a mí por un nacimiento
igual en la naturaleza y en la gracia. Yo quiero que todos ellos le sean arrebatados
al antiguo enemigo, y que tú los ganes para honor y mayor gloria de tu nombre”.
Cristo,
entonces, habría explicado a santa Catalina que el amor no puede entrar en el
infierno; a lo que ella habría respondido: “Si tu verdad y tu justicia se revelasen,
desearía que ya no hubiese ningún infierno o por lo menos que ningún alma
cayese en él. Si yo permaneciese unida a ti por el amor y me pusiesen a las
puertas del infierno y pudiera cerrarlas de tal manera que nadie pudiese
entrar, ésta sería la más grande de mis alegrías, pues vería cómo se salvan
todos los que yo amo”.
En cierto
sentido, también san Pablo, por el gran amor que tenía a su pueblo, estaba
dispuesto a convertirse en “anatema” (“condenado”) con tal de que los suyos se
salvasen (Rm 9,1-5).
Encontramos,
así, ejemplos de amor heroico, corazones que desean, que esperan profundamente,
que la misericordia venza, que el pecado sea derrotado, que un día seamos
muchos los que nos encontremos, definitivamente, bajo el abrazo eterno de Dios.
Podemos decir,
en resumen, que el infierno es una llamada a la responsabilidad (CIC n. 1036). Nadie, ni siquiera Dios,
puede obligarnos a amar, a tomar la mano bondadosa y salvadora de Cristo. Con
la ayuda de la gracia, y desde la propia libertad, cada uno decide si acogerá o
no la misericordia, si trabajará, día a día, para vivir en el Amor, para
avanzar hacia el encuentro con Aquel que nos ha preparado un lugar en el cielo.
Al mismo
tiempo, podemos amar a los que Dios ama, lo cual nos llevará a buscar con
ahínco que ningún hermano nuestro quede fuera de las fiestas eternas del
Cordero.
No está en
nuestras manos, es cierto, obligar a nadie a dar el paso: entrar en el camino
de la vida depende de la gracia de Dios y de la libertad de cada uno. Pero sí
está en nuestras manos unirnos al Corazón de Dios, compartir su deseo de
encontrar a la oveja perdida para traerla a casa, entrar en ese Amor que
“quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad” (1Tm 2,4). FP
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