Y ahora, tomate un tiempo para pensar seriamente: ¿para qué vives? ¿Cuál
es el sentido último de tu existencia? Hace poco
leí unos versos de Unamuno que me hicieron pensar de verdad: “Vivir encadenado a la desgana/ es acaso vivir y esto ¿qué enseña?”.
Pienso en tantas
personas. Algunos que viven amordazados por la ciega esclavitud de las pasiones.
Andan en caza de placeres pasajeros, buscando huir a toda costa del remordimiento
de su vida vacía, experimentando una y otra vez aquel grito que lanzó Bernanos
en una de sus obras: “¿Cómo no se comprende más a menudo que la máscara del
placer, despojada de toda hipocresía, es precisamente la de la angustia?”
Recuerdo sus rostros, y sólo percibo en el fondo de ellos tristeza,
desolación pura.
Otros que viven sólo
existencias superficiales, sin haberse puesto a pensar sobre el sentido de su
vida. Sólo luchan por metas bajas -el éxito, algún like
en facebook- obligados a ocultarse siempre bajo una máscara falsa, con miedo a
investigar a fondo quiénes son. Y ese sólo vegetar en la vida, ese arrastrase
sin un horizonte más amplio que el del momento instantáneo, me pregunto con
cierto temblor, ¿se le podría llamar vida?
Existen también seres
humanos que viven para trabajar. Sí,
tienen una meta clara -el éxito, el cuidado de una familia- pero se han dejado
absorber por el frenesí de la actividad. Un cargo tras otro, solucionar
problemas y problemas, pasando todo el tiempo apagando fuegos. A un cierto
punto, han olvidado que el trabajo es para vivir. Y una vida así, ¿es acaso una existencia
humana? ¿No es acaso una simple sucesión de actos sin
sentido, que se asemejan más a un vago sueño? Me vienen a la memoria los
famosos versos de Calderón de la Barca, que describen con tino esta sensación: ¿Qué es la vida? Un
frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien
es pequeño que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Es aquí cuando me
encuentro con el misterio del hombre. Un ser inteligente, racional, capaz de hacer el bien y evitar el mal.
Un ser que experimenta todos los días el vacío y el daño de su pecado y que,
sin embargo, no es capaz de resistir a su seductora incitación. También un ser
que puede olvidar el sentido de su existencia, y reducirse a un animal más,
como bien escribió Shakespeare: “¿Qué es el hombre que
funda su mayor felicidad, y emplea todo su tiempo solo en dormir y alimentarse?
Es un bruto y no más. No. Aquél que nos formó dotados de tan extenso
conocimiento que con él podemos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente
esta facultad, esta razón divina, para que estuviera en nosotros sin uso y
torpe.”
Somos seres que, al mismo tiempo que sentimos la necesidad del hambre y
de la sed, poseemos lo que Víctor Frankl llamó “voluntad de sentido”. El hambre
y la sed duelen menos que el vacío hiriente de una existencia a la deriva.
“El secreto de la existencia humana consiste no sólo en vivir sino en
encontrar un motivo de vivir” (Dostoievsky). El hombre no puede vivir sin un
sentido. Continuamente se pregunta, alza los ojos al cielo y se interroga sobre
su puesto en el mundo.
Lo que pasa muchas veces es que esa voluntad de sentido se anestesia. La
superficialidad, el gusto por lo instantáneo, el ruido, obstaculizan la
reflexión. Nos impiden alzar la vista más allá, obligándonos a permanecer con
la mirada puesta en lo inmediato. Pero esta voluntad permanece allí, latente,
susceptible a explotar de inmediato con cualquier chispa.
Y ahora, tomate un tiempo para pensar seriamente: ¿para qué vives? ¿Cuál es el sentido último de tu existencia? Y
verás que, una vez embarcado en el navío que lleva a la auténtica vida, te
encontrarás al final, con Aquel que es la Vida. RAC
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