Es natural que
los padres tiendan a pensar que sus hijos son aún demasiado jóvenes e inmaduros
para tomar decisiones importantes sobre su vida. Lo confirman los comentarios
habituales de los padres cuando sus hijos empiezan a ejercer ciertas responsabilidades:
¡son tan jóvenes! Dios llama a las almas en diversas etapas de la vida: en la
niñez, en la adolescencia, en la juventud...
—¿En la niñez?
Juan Pablo II,
en su ‘Carta a los niños’, en 1994, dice que ‘Dios llama a cada hombre y su voz
se deja sentir ya en el alma del niño’.
El Cardenal de
Madrid, Antonio María Rouco, contaba cómo sintió la llamada de Dios cuando
tenía siete años. ‘Se dice, don Antonio María -le preguntaron en una entrevista
en la revista Ecclesia en 1996-, que para que una persona se plantee una
vocación tiene que ser ya madura, que sepa lo que hace…, y se mira con un
cierto recelo que un chico joven o que un niño se pueda plantear la vocación.
En ese sentido, a un niño, a un adolescente que se está pensando la vocación,
¿qué le podría usted decir?’. Pues que yo… -contestó el Cardenal- ¡me planteé
la vocación con siete años! Y no estoy exagerando nada. Yo a los siete años
tenía unas ganas de ser cura... ¡locas! (...). A partir de ese dato de mi
experiencia, veo que, primero, uno nace ya con vocación. Es decir, uno nace por
vocación. Esa vocación te acompaña toda la vida y se manifiesta en las
condiciones y en las circunstancias propias de la evolución del chico, a través
de las distintas edades.
Un niño es
capaz de responder a una vocación: como niño. Y esa respuesta la tendrá que
traducir a una respuesta adolescente y a una respuesta madura cuando llegue el
momento. Pero eso no quiere decir que no haya tenido vocación o que no haya
podido responder a su manera. Yo creo que hay que respetar mucho esas
vocaciones y esas respuestas: por amor al Evangelio y por exigencia del
Evangelio. La Iglesia lo ha entendido siempre así y las ha cuidado mucho. Lo
demás es una concepción demasiado..., digamos, prepotente: ¡la madurez
personal! ¿Cuándo está uno maduro? Pues no lo sé. Naturalmente, se requiere un
desarrollo biológico previo. Pero ¿la madurez espiritual?, ¿la madurez delante
de Dios?, ¿la capacidad de entrega? La puede tener un niño de una forma mucho
más limpia, noble y total que una persona mayor.
—Pero no creo que sea lo habitual que la vocación
surja desde tan joven.
Quizá es más
habitual en la adolescencia o en la juventud, pero también es bastante
frecuente que los primeros deseos de entrega se presenten en la niñez, aunque
no se concreten hasta tiempo después. Santo Tomás de Aquino explicaba la
predilección de Jesús hacia el apóstol Juan, por su tierna edad, y dice que eso
nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a
su servicio desde la primera juventud. Y Juan Pablo II lo comentaba en 1988: ‘¡Cristo
tiene necesidad de vosotros, jóvenes! Responded a su llamada con el valor y el
entusiasmo característico de vuestra edad’.
—¿Y qué crees que deben hacer los padres ante
esto?
Cuando Dios
llama a esas edades, los padres deben actuar con mucho sentido común y mucho
sentido sobrenatural. No pueden hacer una valoración exclusivamente terrena del
misterio de la llamada divina, una interpretación ajena a lo sobrenatural. Ni
pensar por principio que, cuando una persona joven toma una decisión de entrega
a Dios, lo hace por desconocimiento de la realidad o ignorancia del mundo.
El
discernimiento de la llamada no es cuestión de experiencia humana o de
conocimiento de otras realidades, sino, sobre todo, de madurez en el trato con
Dios. Además, en la actualidad, para bien o para mal, lo habitual es que
cualquier persona joven haya tenido que afrontar toda una serie de dilemas
morales con los que la anterior generación no se enfrentó, y que haya conocido,
y no siempre positivamente, bastante de ese mundo al que sus padres se
refieren. Saben de todo eso quizá más de lo que los adultos piensan, pero, en todo
caso, lo importante no es conocer mucho mundo, sino decir a Dios que sí cuando
pasa a nuestro lado, como hizo el apóstol San Juan, que era muy joven, un
adolescente.
La vocación no
es programable: Dios llama cómo y cuando quiere. No debemos imponer a Dios
nuestro propio calendario. El mismo Señor habla en el Evangelio de las
distintas llamadas a diferentes horas del día, cada cual en el momento previsto
desde la eternidad. Si fuera un simple ‘apuntarse’ a una realidad humana (como
sucede a la hora de elegir un club deportivo o una carrera universitaria, por
ejemplo), sería natural estudiar las distintas posibilidades de elección y
programar los tiempos oportunos. Pero solo Dios decide el momento en que
irrumpe en nuestra vida con su llamada.
—Pero será bastante excepcional el hecho de
plantearle a otra persona la posibilidad de entregarse a Dios.
No es
exactamente eso lo que dijo Juan Pablo II en su alocución del 13 de mayo de 1983:
‘No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o
menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza. Puede ser un
momento de luz y de gracia’.
Hay que
pensárselo bien, por supuesto, y hay que hacerlo con enorme respeto a la
libertad, pero no es algo tan extraordinario. Si esa persona tiene esa
vocación, hablarle de ello será una ayuda que siempre agradecerá. Si no tiene
esa vocación, la propuesta no le causará ninguna inquietud, como, de hecho,
sucede a la inmensa mayoría de las personas.
Hay en algunos
ambientes un auténtico tabú en torno a estos temas, que lleva a no mencionar
casi nunca a los jóvenes que tal vez Dios puede llamarles. Debiera ser normal
que una persona pregunte a otra: ¿has pensado alguna vez en entregarte a Dios?,
¿no te gustaría ser sacerdote?, ¿crees quizá que lo tuyo es ser religiosa? Esas
preguntas se formulan con naturalidad en otros ámbitos de la vida: ¿te gustaría
estudiar esa carrera?, ¿quieres trabajar en ese sitio?, ¿te gusta ese chico, o
esa chica?
Dios llama de
mil maneras: a través de una pregunta, de un libro, de un ejemplo, de una
película, de un accidente, de una enfermedad, de una conversación. Muchas
personas han descubierto su vocación precisamente a raíz de que alguien les ha
lanzado una pregunta de ese estilo, una pregunta que interpela, que invita a
ser más generoso, que abre horizontes quizá no pensados hasta entonces.
—Lo importante es la rectitud con que se hace ese
planteamiento.
Por supuesto,
esa es la clave. Quien plantea la vocación debe buscar como primer objetivo el
bien de esa persona, y debe hacerlo con el máximo respeto a la conciencia,
evitando cualquier falta de rectitud, como sucede con cualquier actuación de
apostolado cristiano.
Y por parte de
quien se plantea el discernimiento de su vocación, también es fundamental la
rectitud. Por eso, en este apartado se habla de las ‘excusas’, para ayudar a
quien se plantea la vocación a detectar si sus razones buscan decir que ‘sí’ a
lo que Dios le pide y, por tanto, desea sinceramente saber en qué consiste ese
‘sí’, para entonces, con su encuentro personal con Dios, ir definiendo y
construyendo ese ‘sí’. Cuando sucede lo contrario, y uno busca, en realidad, el
modo de decir que ‘no’ pero manteniendo la tranquilidad de conciencia,
entonces, el proceso de discernimiento se deteriora y acaba siendo un proceso
de buscar o fabricar excusas. Por eso, al hablar aquí de las excusas, no nos
referimos tanto a los obstáculos objetivos que nos podemos encontrar, sino a
esos otros obstáculos más subjetivos que nosotros mismos levantamos para no
avanzar. Cuando eso sucede, hay dentro de nosotros una falta de rectitud que se
afana en buscar esas excusas, en construir ese ‘no’. Pero, en el fondo, si de
verdad somos sinceros, sabemos distinguir bastante bien entre unas y otras, y
sabemos si las dificultades son superables, si son indicios de la voz de Dios o
si son excusas inconsistentes que nos fabricamos. AA
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