lunes, 22 de abril de 2019

Demasiado pronto

Es natural que los padres tiendan a pensar que sus hijos son aún demasiado jóvenes e inmaduros para tomar decisiones importantes sobre su vida. Lo confirman los comentarios habituales de los padres cuando sus hijos empiezan a ejercer ciertas responsabilidades: ¡son tan jóvenes! Dios llama a las almas en diversas etapas de la vida: en la niñez, en la adolescencia, en la juventud...
        
—¿En la niñez?
Juan Pablo II, en su ‘Carta a los niños’, en 1994, dice que ‘Dios llama a cada hombre y su voz se deja sentir ya en el alma del niño’.
El Cardenal de Madrid, Antonio María Rouco, contaba cómo sintió la llamada de Dios cuando tenía siete años. ‘Se dice, don Antonio María -le preguntaron en una entrevista en la revista Ecclesia en 1996-, que para que una persona se plantee una vocación tiene que ser ya madura, que sepa lo que hace…, y se mira con un cierto recelo que un chico joven o que un niño se pueda plantear la vocación. En ese sentido, a un niño, a un adolescente que se está pensando la vocación, ¿qué le podría usted decir?’. Pues que yo… -contestó el Cardenal- ¡me planteé la vocación con siete años! Y no estoy exagerando nada. Yo a los siete años tenía unas ganas de ser cura... ¡locas! (...). A partir de ese dato de mi experiencia, veo que, primero, uno nace ya con vocación. Es decir, uno nace por vocación. Esa vocación te acompaña toda la vida y se manifiesta en las condiciones y en las circunstancias propias de la evolución del chico, a través de las distintas edades.
Un niño es capaz de responder a una vocación: como niño. Y esa respuesta la tendrá que traducir a una respuesta adolescente y a una respuesta madura cuando llegue el momento. Pero eso no quiere decir que no haya tenido vocación o que no haya podido responder a su manera. Yo creo que hay que respetar mucho esas vocaciones y esas respuestas: por amor al Evangelio y por exigencia del Evangelio. La Iglesia lo ha entendido siempre así y las ha cuidado mucho. Lo demás es una concepción demasiado..., digamos, prepotente: ¡la madurez personal! ¿Cuándo está uno maduro? Pues no lo sé. Naturalmente, se requiere un desarrollo biológico previo. Pero ¿la madurez espiritual?, ¿la madurez delante de Dios?, ¿la capacidad de entrega? La puede tener un niño de una forma mucho más limpia, noble y total que una persona mayor.
        
—Pero no creo que sea lo habitual que la vocación surja desde tan joven.
Quizá es más habitual en la adolescencia o en la juventud, pero también es bastante frecuente que los primeros deseos de entrega se presenten en la niñez, aunque no se concreten hasta tiempo después. Santo Tomás de Aquino explicaba la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan, por su tierna edad, y dice que eso nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud. Y Juan Pablo II lo comentaba en 1988: ‘¡Cristo tiene necesidad de vosotros, jóvenes! Responded a su llamada con el valor y el entusiasmo característico de vuestra edad’.
        
—¿Y qué crees que deben hacer los padres ante esto?
Cuando Dios llama a esas edades, los padres deben actuar con mucho sentido común y mucho sentido sobrenatural. No pueden hacer una valoración exclusivamente terrena del misterio de la llamada divina, una interpretación ajena a lo sobrenatural. Ni pensar por principio que, cuando una persona joven toma una decisión de entrega a Dios, lo hace por desconocimiento de la realidad o ignorancia del mundo.
El discernimiento de la llamada no es cuestión de experiencia humana o de conocimiento de otras realidades, sino, sobre todo, de madurez en el trato con Dios. Además, en la actualidad, para bien o para mal, lo habitual es que cualquier persona joven haya tenido que afrontar toda una serie de dilemas morales con los que la anterior generación no se enfrentó, y que haya conocido, y no siempre positivamente, bastante de ese mundo al que sus padres se refieren. Saben de todo eso quizá más de lo que los adultos piensan, pero, en todo caso, lo importante no es conocer mucho mundo, sino decir a Dios que sí cuando pasa a nuestro lado, como hizo el apóstol San Juan, que era muy joven, un adolescente.
La vocación no es programable: Dios llama cómo y cuando quiere. No debemos imponer a Dios nuestro propio calendario. El mismo Señor habla en el Evangelio de las distintas llamadas a diferentes horas del día, cada cual en el momento previsto desde la eternidad. Si fuera un simple ‘apuntarse’ a una realidad humana (como sucede a la hora de elegir un club deportivo o una carrera universitaria, por ejemplo), sería natural estudiar las distintas posibilidades de elección y programar los tiempos oportunos. Pero solo Dios decide el momento en que irrumpe en nuestra vida con su llamada.
        
—Pero será bastante excepcional el hecho de plantearle a otra persona la posibilidad de entregarse a Dios.
No es exactamente eso lo que dijo Juan Pablo II en su alocución del 13 de mayo de 1983: ‘No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o menos joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia’.
Hay que pensárselo bien, por supuesto, y hay que hacerlo con enorme respeto a la libertad, pero no es algo tan extraordinario. Si esa persona tiene esa vocación, hablarle de ello será una ayuda que siempre agradecerá. Si no tiene esa vocación, la propuesta no le causará ninguna inquietud, como, de hecho, sucede a la inmensa mayoría de las personas.
Hay en algunos ambientes un auténtico tabú en torno a estos temas, que lleva a no mencionar casi nunca a los jóvenes que tal vez Dios puede llamarles. Debiera ser normal que una persona pregunte a otra: ¿has pensado alguna vez en entregarte a Dios?, ¿no te gustaría ser sacerdote?, ¿crees quizá que lo tuyo es ser religiosa? Esas preguntas se formulan con naturalidad en otros ámbitos de la vida: ¿te gustaría estudiar esa carrera?, ¿quieres trabajar en ese sitio?, ¿te gusta ese chico, o esa chica?
Dios llama de mil maneras: a través de una pregunta, de un libro, de un ejemplo, de una película, de un accidente, de una enfermedad, de una conversación. Muchas personas han descubierto su vocación precisamente a raíz de que alguien les ha lanzado una pregunta de ese estilo, una pregunta que interpela, que invita a ser más generoso, que abre horizontes quizá no pensados hasta entonces.
        
—Lo importante es la rectitud con que se hace ese planteamiento.
Por supuesto, esa es la clave. Quien plantea la vocación debe buscar como primer objetivo el bien de esa persona, y debe hacerlo con el máximo respeto a la conciencia, evitando cualquier falta de rectitud, como sucede con cualquier actuación de apostolado cristiano.
Y por parte de quien se plantea el discernimiento de su vocación, también es fundamental la rectitud. Por eso, en este apartado se habla de las ‘excusas’, para ayudar a quien se plantea la vocación a detectar si sus razones buscan decir que ‘sí’ a lo que Dios le pide y, por tanto, desea sinceramente saber en qué consiste ese ‘sí’, para entonces, con su encuentro personal con Dios, ir definiendo y construyendo ese ‘sí’. Cuando sucede lo contrario, y uno busca, en realidad, el modo de decir que ‘no’ pero manteniendo la tranquilidad de conciencia, entonces, el proceso de discernimiento se deteriora y acaba siendo un proceso de buscar o fabricar excusas. Por eso, al hablar aquí de las excusas, no nos referimos tanto a los obstáculos objetivos que nos podemos encontrar, sino a esos otros obstáculos más subjetivos que nosotros mismos levantamos para no avanzar. Cuando eso sucede, hay dentro de nosotros una falta de rectitud que se afana en buscar esas excusas, en construir ese ‘no’. Pero, en el fondo, si de verdad somos sinceros, sabemos distinguir bastante bien entre unas y otras, y sabemos si las dificultades son superables, si son indicios de la voz de Dios o si son excusas inconsistentes que nos fabricamos. AA

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