El objetivo de
la Iglesia no es preservar el pasado. Siempre será necesario volver a las
fuentes para mantener vivo el fuego del Evangelio, pero su objeto no es conservar
lo que está desapareciendo porque ya no responde a los interrogantes y desafíos
del momento actual. La Iglesia no ha de convertirse en monumento de lo que fue.
Alimentar el recuerdo y la nostalgia del pasado sólo conduciría a una pasividad
y pesimismo poco acordes con el tono que ha de inspirar a la comunidad de
Cristo.
El objetivo de
la Iglesia no es tampoco sobrevivir. Sería indigno de su ser más profundo.
Hacer de la supervivencia el propósito o la orientación subliminal del quehacer
eclesial nos llevaría a la resignación y la inercia, nunca a la audacia y la
creatividad. «Resignarse» puede parecer una virtud santa y necesaria hoy, pero
puede también encerrar no poca comodidad y cobardía. Lo más sencillo sería
cerrar los ojos y no hacer nada. Sin embargo, hay mucho que hacer. Nada menos
que esto: escuchar y responder a la acción del Espíritu en estos momentos.
Propiamente,
tampoco ha de ser el primer propósito configurar el futuro tratando de imaginar
cómo habrá de ser la Iglesia en una época que nosotros no conoceremos. Nadie
tiene una receta para el futuro. Sólo sabemos que el futuro se está gestando en
el presente.
Esta
generación de cristianos está decidiendo en buena parte el porvenir de la fe
entre nosotros. No hemos de caer en la impaciencia y el nerviosismo estéril
buscando «hacer algo» como sea, de forma apresurada y sin discernimiento. Lo
que seamos ahora mismo los creyentes de hoy será, de alguna manera, lo que se
transmitirá a las siguientes generaciones.
Lo que se le
pide a la Iglesia de hoy es que sea lo que dice ser: la Iglesia de Jesucristo.
Por decirlo con palabras del evangelio de Juan, lo decisivo es «permanecer» en
Cristo y «dar fruto» ahora mismo, sin dejarnos coger por la nostalgia del
pasado ni por la incertidumbre del futuro.
No es el
instinto de conservación sino el Espíritu de Jesús Resucitado el que ha de
guiarnos. No hay excusas para no vivir la fe de manera viva ahora mismo, sin
esperar a que las circunstancias cambien. Es necesario reflexionar, buscar
nuevos caminos, aprender formas nuevas de anunciar a Cristo, pero todo ello ha
de nacer de una santidad nueva.
La parábola de
«la higuera estéril», dirigida por Jesús a Israel, se convierte hoy en una
clara advertencia para la Iglesia actual. No hay que perderse en lamentaciones
estériles. Lo decisivo es enraizar nuestra vida en Cristo y despertar la
creatividad y los frutos del Espíritu. JAP
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