Texto del
Evangelio (Jn 20,1-2.11-18): El primer día
de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba
oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro. Echa a correr y llega donde Simón
Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han
llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto».
Estaba María
junto al sepulcro, fuera, llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el
sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de
Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué
lloras?». Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde
le han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que
era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella,
pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has
llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dice: «María».
Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» —que quiere decir: “Maestro”—.
Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde
mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro
Dios». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y
que había dicho estas palabras.
«Fue María Magdalena y dijo a los
discípulos que había visto al Señor»
Comentario:
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy celebramos con gozo a santa María Magdalena.
¡Con gozo y provecho para nuestra fe!, porque su camino muy bien podría ser el
nuestro. La Magdalena venía de lejos (cf.
Lc 7,36-50) y llegó muy lejos… En efecto, en el amanecer de la
Resurrección, María buscó a Jesús, encontró a Jesús resucitado y llegó al Padre
de Jesús, el “Padre nuestro”. Aquella mañana, Jesucristo le descubrió lo más
grande de nuestra fe: que ella también era hija de Dios.
En el itinerario de María de Magdala descubrimos
algunos aspectos importantes de la fe. En primer lugar, admiramos su valentía.
La fe, aunque es un don de Dios, requiere coraje por parte del creyente. Lo
natural en nosotros es tender a lo visible, a lo que se puede agarrar con la
mano. Puesto que Dios es esencialmente invisible, la fe «siempre tiene algo de
ruptura arriesgada y de salto, porque implica la osadía de ver lo
auténticamente real en aquello que no se ve» (Benedicto XVI). María viendo a Cristo resucitado “ve” también al
Padre, al Señor. Por otro lado, al “salto de la fe” «se llega por lo que la
Biblia llama conversión o arrepentimiento: sólo quien cambia la recibe» (Papa Benedicto). ¿No fue éste el primer
paso de María? ¿No ha de ser éste también un paso reiterado en nuestras vidas?
En la conversión de la Magdalena hubo mucho amor:
ella no ahorró en perfumes para su Amor. ¡El amor!: he aquí otro “vehículo” de
la fe, porque ni escuchamos, ni vemos, ni creemos a quien no amamos. En el
Evangelio de san Juan aparece claramente que «creer es escuchar y, al mismo tiempo,
ver (…)». En aquel amanecer, María Magdalena arriesga por su Amor, oye a su
Amor (le basta escuchar «María» para re-conocerle) y conoce al Padre. «En la
mañana de la Pascua (…), a María Magdalena que ve a Jesús, se le pide que lo
contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión: ‘He
visto al Señor’ (Jn 20,18)» (Papa
Francisco).
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