Teodora de
Theate, la madre de Santo Tomás de Aquino, provenía de una ilustre familia, los
Caraccioli. Llevaba en las venas la energía indomable de los jefes normandos.
Era prima de los Hohenstaufen y estaba emparentada con el mismísimo Emperador
Federico II. Sus biógrafos la retratan como una mujer resuelta y autoritaria.
Tenía unos planes muy concretos y meditados para su hijo. Y su hijo había
decidido entregarse a Dios como fraile dominico. ¡Fraile dominico! ¡Y ella, que
soñaba con que fuera Abad Mitrado de Monte Cassino! ¡Un simple monje, de una
orden de la que todos hablaban mal! No estaba dispuesta en absoluto. ¿Un hijo
suyo, fraile mendicante? ¡Jamás!
Hoy, estas
cóleras y estas aspiraciones maternas nos hacen sonreír. Pocos padres sueñan
hoy con un hijo Abad Mitrado, pero es cuestión de cierta perspectiva histórica,
de hacer algunas traslaciones mentales poniendo un poco de imaginación. Hoy,
Teodora, mujer de la alta sociedad, hubiera soñado quizá para su hijo, formado
en Oxford, en Harvard o en el M.I.T., un futuro ‘acorde a nuestra posición’. Y
su sueño dorado sería, quizá, verlo presidente de un alto organismo
internacional o directivo de un prestigioso banco en Manhattan.
La historia
continúa con una carta de Teodora a Tomás en la que le ordena que vuelva
inmediatamente a casa. En vano. Y cuando vio que las cartas resultaban
inútiles, formó una comitiva para ‘rescatarlo’. ¿Dónde estaba Tomás? ¿En Roma?
Pues allí se fue. Pero, al llegar, Tomás ya había abandonado la ciudad eterna.
Se había ido a Bolonia con el Maestre General. Su furia se hizo incontenible.
Llamó a otros hijos suyos que militaban a las órdenes de Federico II y les
mandó que fuesen en su búsqueda y lo trajesen preso, o como fuera, pero que se
lo trajesen y lo encerrasen en la fortaleza de Monte San Giovanni.
Sus hermanos
lo encontraron camino de Bolonia, cerca de Aquapendente, mientras descansaba
junto a un manantial. Llegaron al galope, lo apresaron y se lo llevaron por la
fuerza a la torre del antiguo castillo familiar. Allí, su madre lo tenía todo
planeado. Después de la fuerza viril pondría en juego la habilidad femenina:
sus hermanas Marotta y Teodora se encargarían de hacerle cambiar de opinión, no
por la fuerza, sino mediante la persuasión. Pero las palabras de las dos
hermanas resultaron también inútiles. Es más, una de ellas empezó a vacilar al
ver la actitud de su hermano y, finalmente, resolvería entregarse también a
Dios.
Pasaban los
días. Había que poner todos los medios, así que cambió de táctica. Se le
ocurrió algo no muy original, pero que se viene poniendo en práctica a lo largo
de los siglos en casos parecidos. Ya que no se podía vencer su inteligencia con
palabras, habría que reducir su corazón con la seducción de una mujer. Trajeron
de Nápoles a una cortesana a sueldo, y una noche se introdujo sigilosamente,
provocadoramente, en la habitación del joven. Pero Tomás, en cuanto vio sus
intenciones, se acercó a la chimenea, tomó un tizón ardiente y la pobre
napolitana huyó despavorida.
Su madre y sus
hermanos se admiraban ante la obstinación de Tomás. Le rogaban y amenazaban, le
hacía jirones el hábito blanco, le quitaban sus libros, se burlaban de él para
que se avergonzara, pero no lograban disuadirle de la idea de seguir adelante
con su vocación. Aquel encierro duraría dos años. La historia concluyó cuando
Tomás, ayudado por sus hermanas, se descolgó un buen día por los muros de la
fortaleza y saltó sobre un caballo que le habían traído. Lo volvieron a
prender, pero Tomás resistió firme y, finalmente, hizo prevalecer su voluntad.
Todo esto
parece una novela, pero son hechos históricos. Tomás resistió y venció, pero
pudo no haber sido así, y si hubieran triunfado los esfuerzos de su madre,
quizá la Iglesia y la civilización occidental hubiesen sufrido un retraso
intelectual de siglos.
Teodora, como
ciertos padres a lo largo de la historia -también de ahora-, no tenía de la
libertad un concepto demasiado elevado. Aunque argumentara ‘razones cristianas’,
y aunque se justificara pensando que lo que ella perseguía era tener un hijo
Abad Mitrado en Monte Cassino, olvidaba que toda esa ilusión de madre
insatisfecha estaba oscureciendo en su mente otras razones cristianas más
importantes, como el deber de respetar la libertad de su hijo, o el de procurar
cumplir la voluntad de Dios en vez de pretender que Dios cumpliera la voluntad
de ella.
—Pero no siempre es toda la culpa de los padres.
Es verdad que,
en estos conflictos, a veces los hijos tienen parte de culpa, por el modo de
plantear las cosas, pero, cuando la vocación de un hijo provoca un escándalo de
dimensiones exageradas en una familia, y se producen rupturas o distanciamientos
excesivos, escándalos o presiones, es probable que, por encima de las
contingencias y posibles errores (falta de prudencia en las actuaciones de unos
y otros, de tacto por parte del hijo o de información suficiente por parte de
los padres), todo eso sea una muestra de que en esa familia ha calado poco el
espíritu cristiano.
Cada vocación
es como un dedo divino que rasgase todas las notas de un arpa, y si ese rasgueo
produce un chirrido estridente, es que en esa familia falta sentido cristiano
de la vida. Revela, quizá, el quebrantamiento no aceptado de un afán posesivo.
O un deseo a veces patológico de dirigir la vida de los hijos, considerándolos
como eternos adolescentes. Dicen buscar su bien, pero, en muchas ocasiones, lo
que persiguen es más bien su proyección personal como padres, o el cumplimiento
en sus hijos de proyectos que ellos no lograron realizar (olvidando que no
siempre lo que les proporcionó felicidad a ellos se la dará ahora a sus hijos),
o quizá la búsqueda egoísta de satisfacciones afectivas como la cercanía de los
hijos, la seguridad en la vejez, nuestro buen nombre, los apellidos, los
nietos...
—Pero suelen pensar que sus hijos no están maduros
para esa decisión y que la han tomado por influencia de otras personas.
Indudablemente,
eso puede suceder. Pero también puede suceder lo contrario, es decir, que estén
tomando esas decisiones pese a la fuerte influencia en contra que ejercen sobre
ellos quienes tienen más cerca. Me parece que
esto último es más frecuente. Hace siglos que se repite el viejo tópico de
presentar la llamada de Dios como una alucinación, y se pinta a las personas
que se entregan al Señor como hombres y mujeres de personalidad débil y
fácilmente influenciables. Todos esos ataques no son una novedad de nuestra época.
A lo largo de los siglos, muchos padres se han quejado de ‘haber perdido un
hijo’ cuando este les anuncia que desea entregarse a Dios. “Cuando mi madre
supo mi resolución -escribía San Juan Crisóstomo hace dieciséis siglos-, me
tomó de la mano, me llevó a su habitación y, habiéndome hecho que me sentase
junto a la cama donde me había dado el ser, rompió a llorar y a decirme cosas
más tristes que su llanto”.
—¿Y qué explicación das a todo este tipo de
conflictos familiares en torno a la vocación de los hijos?
Quizá, en
muchos casos deberían evitarse, retrasando lo que sea preciso la entrega, hasta
que se calmen los ánimos y haya un entendimiento mayor. Porque todos esos
conflictos no parecen muy compatibles con el anuncio de paz del Evangelio.
El anuncio de
paz del Evangelio es indudable. Y retrasar prudentemente esa entrega puede ser
oportuno en algunos casos. Pero hay que leer el Evangelio fijándose también en
otros pasajes, y no puede obviarse que, al hablar sobre el seguimiento de la
llamada de Dios, Jesucristo preanuncia, para quien le siga, la posibilidad de
ser incomprendido por parte de la propia familia, y a eso probablemente se
refiere cuando dice: “He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija
con su madre, a la nuera con su suegra y enemigos de cada cual serán los que
conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno
de mí […]. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por
mí, la encontrará”. Mt 10, 34-40.
Así ha pasado,
en infinidad de ocasiones, en la vida de los santos. Por ejemplo, lo más duro
que esperaba a Santa Edith Stein, recién conversa del judaísmo, era decírselo a
su familia. Edith era un orgullo para su madre, una mujer judía de una alta
exigencia personal y que había educado a sus hijos en unos principios de gran
rectitud. Por eso mismo se derrumbó y se echó a llorar cuando su hija se reclinó
en su regazo y le dijo: “Madre, soy católica”. Edith la consoló como pudo, e
incluso la acompañaba a la sinagoga. Su madre lo consideraba una traición,
aunque no tuvo más remedio que admitir, viendo a su hija, que “todavía no he visto
rezar a nadie como a Edith”. Y aún le resultó más costoso aceptar que su hija
se hiciera carmelita descalza. Fue una decisión que Edith meditó durante años y
que se hizo realidad en 1935, en Colonia, cuando hizo sus votos y se convirtió
en Sor Benedicta de la Cruz. Fue una gran pensadora, una gran santa y hoy es
patrona de Europa.
—Supongo que habrá todo tipo de reacciones, y a
muchos padres les parecerá muy bien la entrega a Dios de sus hijos.
Cuando hay un
buen conocimiento de los hijos y de lo que sucede en su interior, los consejos de
los padres suelen ser una gran ayuda para el discernimiento de la vocación y
para la perseverancia en ella.
Margarita
Occhiena, la madre del futuro San Juan Bosco, al conocer la vocación de su
hijo, le dijo: “Has elegido tu camino, hijo mío. No me expliques más. Sé que
has elegido a Dios. Por eso, solo te doy un consejo: abrázate a la Cruz y no la
dejes nunca”. Y cuando, más adelante, comentó con su madre la idea de hacerse
franciscano, ella le dijo unas palabras que quedaron grabadas a fuego en su
corazón: “Óyeme bien, Juan. Te aconsejo mucho que examines el paso que vas a
dar y que, después, sigas tu verdadera vocación sin mirar atrás, sin
preocuparte de nadie. Pon, delante de todo, la salvación de tu alma. El párroco
me pedía que te disuadiese de esta decisión, teniendo en cuenta la necesidad de
ti que yo pudiera tener en el futuro; pero yo te digo: en asunto así no entro
porque está Dios por encima de todo. No tienes por qué preocuparte de mí. Nada
quiero de ti, nada espero de ti. Tenlo siempre presente: nací pobre, he vivido
pobre y quiero morir pobre. Más aún, te lo aseguro: si no siguieras tu camino
y, por desgracia, llegaras a ser rico, ni una vez pondría los pies en tu casa.
No lo olvides”.
Y algo
parecido le repitió siete años más tarde, en 1841, después de celebrar su
primera Misa en su aldea de Castelnuovo d'Asti. Llegaron a su casa cuando ya
anochecía. Ella encendió el candil y, sentándose frente a su hijo y poniendo
sus manos sobre las rodillas del nuevo sacerdote, le miró cara a cara y le dijo:
“¡Ya eres sacerdote! Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, esté
viva o muerta, y eso me basta. De ti no quiero más. Tú, en adelante, piensa
solo en la salud de las almas”.
La madre de
este gran santo está actualmente en proceso de canonización y es considerada
cofundadora de la Familia Salesiana. En su memoria se creó, hace muchos años,
la ‘Asociación Mamá Margarita’, que agrupa a los padres de los salesianos,
invitándoles a la oración y al impulso y apoyo de la vocación de sus propios
hijos. El ejemplo de Margarita es una referencia que la Iglesia pone a los
padres de quienes Dios llama más directamente a su servicio. Ella acompañó con
un cariño especial a su hijo Juan Bosco en su camino hacia el sacerdocio. Y, a
los cincuenta y ocho años, abandonó su casita del Colle y le siguió en su
misión entre los muchachos pobres y abandonados de Turín. Allí, durante diez
años, madre e hijo unieron sus vidas con los inicios del Trabajo Salesiano.
Ella fue la primera y principal cooperadora de Don Bosco, y con su amabilidad
hecha vida aportó su presencia maternal a la fundación de su hijo. Era una
mujer analfabeta, pero estaba llena de aquella sabiduría que viene de lo alto.
Así consumió el final de su vida en el servicio de Dios, en la pobreza, la oración
y el sacrificio, ayudando a tantos niños de la calle, hijos de nadie. Cuando
murió en Turín, en 1858, una multitud de muchachos, que lloraban por ella como
por una madre, acompañó sus restos al cementerio. AA
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