Tengo la impresión de que la mayoría de los esposos cristianos viven su
matrimonio sin sospechar siquiera la grandeza que encierra su vida matrimonial.
Escuchan de la Iglesia una cuidada predicación sobre los deberes
matrimoniales, pero pocas veces se sienten invitados a vivir con gozo la
mística que debería animar y dar sentido a su matrimonio.
Y, sin embargo, las exigencias morales del matrimonio sólo se entienden
cuando se ha intuido de alguna manera el misterio que los esposos están llamados
a vivir y disfrutar. Por esto tal vez lo más urgente y apasionante para las
parejas cristianas sea entender bien qué significa «casarse por la Iglesia» y
«celebrar el sacramento del matrimonio».
“Sacramento” es una palabra gastada que apenas dice hoy algo a muchos
cristianos. Bastantes no saben siquiera que, en su origen, «sacramento»
significa «signo», «señal». Cuando dos creyentes se casan por la Iglesia, lo
que buscan es convertir su amor en sacramento, es decir, en signo o señal del
amor que Dios vive hacia sus criaturas.
Esto es lo que los novios quieren decir con su gesto en el momento de la
boda: «Nosotros nos queremos con tal hondura y fidelidad, con tanta ternura y
entrega, de manera tan total, que nos atrevemos a presentaros nuestro amor como
“sacramento”, es decir, como signo del amor que Dios nos tiene. En adelante,
cuando veáis cómo nos queremos, podréis intuir, aunque sea de manera deficiente
e imperfecta, cómo os quiere Dios.»
Pero su amor se convierte en sacramento precisamente porque cada uno de
ellos comienza a ser «sacramento» de Dios para el otro. Al casarse, los esposos
cristianos se dicen y prometen así el uno al otro: «Yo te amaré de tal manera
que cuando te sientas querido/a por mí, podrás percibir cómo te quiere Dios. Yo
seré para ti gracia de Dios. A través de mí te llegará su amor. Yo seré pequeño
“sacramento” donde podrás presentir el amor con que Dios te quiere.»
Por eso, el matrimonio no es sólo un sacramento, sino un estado
sacramental. La boda no es sino el inicio de una vida en la que los esposos
pueden y deben descubrir a Dios en su propio amor matrimonial.
El amor íntimo que ellos celebran y disfrutan, los gestos de cariño y
ternura que se intercambian, la entrega y fidelidad que viven día a día, el
perdón y la comprensión que sostienen su existencia, todo tiene para ellos un
carácter único y diferente, misterioso y sacramental. A pesar de todas sus
deficiencias y mediocridad, en el interior de su amor han de saborear ellos la
gracia de Dios, su cercanía y su perdón.
Nunca es tarde para aprender a vivir con más hondura. Aquel Jesús que
iluminó con su presencia la boda de Caná puede enseñar a los esposos cristianos
a beber todavía un «vino mejor». JAP
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