Texto del Evangelio (Lc 4,21-30): En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga: «Esta
Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». Y todos daban testimonio de
Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca.
Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a
decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha
sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad
os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad:
Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo
por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de
ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos
leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue
purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se
llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le
llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su
ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.
«Ningún profeta es bien recibido en
su patria»
Comentario: P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona,
España)
Hoy, en este domingo cuarto
del tiempo ordinario, la liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en
la sinagoga de Nazaret. Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que
Jesús leía en la sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre
mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha
enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para
dar la libertad a los oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la
lectura, afirma sin tapujos que esta profecía se cumple en Él.
El Evangelio comenta
que los de Nazaret se extrañaban que de sus labios salieran aquellas palabras
de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que
había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición
para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret
puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad,
recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y
les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los
forasteros, pero no para los conciudadanos.
Por lo demás, la
reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces
pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras acoplándose a
nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo que nosotros
consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero esto es propio
del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo»
(Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el Hijo del hombre
«no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es
necesario, para salvar a las almas, ser grande como san Javier. La humilde
Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las misiones.
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