A Jesús se le identifica, por lo general, con el fenómeno religioso que
conocemos por cristianismo. Hoy, sin embargo, comienza a abrirse paso otra
actitud: Jesús es de todos, no sólo de los cristianos. Su vida y su mensaje son
patrimonio de la Humanidad.
Nadie en occidente ha tenido un poder tan grande sobre los corazones.
Nadie ha expresado mejor que Él las inquietudes e interrogantes del ser humano.
Nadie ha despertado tanta esperanza. Nadie ha comunicado una experiencia tan
sana de Dios, sin proyectar sobre él ambiciones, miedos y fantasmas. Nadie se
ha acercado al dolor humano de manera tan honda y entrañable. Nadie ha abierto
una esperanza tan firme ante el misterio de la muerte y de la finitud humana.
Dos mil años nos separan de Jesús, pero su persona y su mensaje nos
siguen atrayendo a quienes les vamos conociendo. Es verdad que interesa poco en
algunos ambientes, pero también es cierto que el paso del tiempo no ha borrado
su fuerza seductora ni ha amortiguado el eco de su palabra.
Hoy, cuando las ideologías y religiones experimentan una crisis
profunda, la figura de Jesús escapa de toda doctrina y transciende toda
religión para invitar directamente a los hombres y mujeres de hoy a una vida
más digna, dichosa y esperanzada.
Los primeros cristianos experimentaron a Jesús como fuente de vida
nueva. De Él recibían un aliento diferente para vivir. Sin Él, todo se les
volvía de nuevo seco, estéril, apagado. El evangelista Juan redacta el episodio
de las bodas de Caná para presentar simbólicamente a Jesús como portador de un
«vino bueno», capaz de reavivar el espíritu.
Jesús puede ser hoy fermento de nueva humanidad. Su vida, su mensaje y
su persona invitan a inventar formas nuevas de vida sana. Él puede inspirar
caminos más humanos en una sociedad que busca el bienestar ahogando el espíritu
y matando la compasión. Él puede despertar el gusto, por una vida más humana en
personas vacías de interioridad, pobres de amor y necesitadas de esperanza. JAP
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