domingo, 3 de febrero de 2019

Iglesia e investigación con embriones

¿Por qué la Iglesia se opone a la investigación con embriones humanos “sobrantes”? La pregunta aparece, de vez, en cuando, en la prensa, entre amigos, en la parroquia. Tras esa pregunta se esconde una cierta desconfianza, a veces una acusación: la Iglesia no se interesa por el bien de los enfermos ni confía en los científicos.
Para responder, hay que tener ante nuestros ojos lo que está ocurriendo. Algunos científicos desearían investigar sobre embriones para “progresar”, para que la medicina pudiese tener más conocimientos sobre el modo de comportarse de las “células estaminales” o “células madres”. Esos científicos, en declaraciones públicas, dan a entender que a través de esas investigaciones se podrían curar, en el futuro, enfermedades como el Alzheimer o algunos graves daños (hasta ahora irreparables) en la columna vertebral, en el sistema sanguíneo o en otros órganos del cuerpo humano.
La medicina (como cualquier ciencia) sólo puede conocer desde la experiencia, desde el estudio de casos concretos, en el laboratorio o en el hospital. Además, se nos dice, “sobran” embriones, o podrían ser producidos embriones a bajo precio para poder mejorar nuestros conocimientos, para permitir el progreso de la medicina reparadora.
¿Qué dice la Iglesia sobre estos temas? Nos ofrece dos criterios que buscan defender valores sumamente importantes y que necesitan estar unidos entre sí para que la investigación sea verdaderamente honesta y seria.
El primer criterio nos dice que es lícito investigar y experimentar para que la medicina progrese, para que se puedan superar enfermedades sumamente dolorosas y dañinas. La Iglesia no se opone a la libertad de investigación entendida de modo correcto (como veremos en el segundo criterio). Podríamos recordar, incluso, que ha habido importantes hombres de Iglesia, sacerdotes (como Gregor Mendel) o laicos (como Alexis Carrel, Louis Pasteur o Jérôme Lejeune) que han ayudado mucho al desarrollo de la medicina con sus investigaciones, con sus experimentos.
El segundo criterio nos recuerda que la investigación no puede ser una actividad sin reglas éticas, ni se puede actuar en nombre de la ciencia para dañar a seres humanos.
La verdad es que en el mundo de la ciencia hay de todo (como hay de todo en el mundo de la economía, de la política, de la vida profesional). Algunos científicos trabajan sin escrúpulos, roban patentes, engañan para obtener dinero, inventan descubrimientos falsos para obtener fama. Otros han llegado más lejos: han “usado” a pacientes (niños, ancianos, prisioneros) como si fuesen animales de laboratorio, para experimentar sobre ellos con total libertad y, en no pocos causas, a costa de graves daños o de la muerte de sus víctimas.
Sentimos una fuerte repulsión hacia quien, en nombre de la “autonomía de la ciencia”, en nombre de la medicina, se ha atrevido a hacer el mal, a abusar de su saber, a engañar a sus pacientes, a provocar incluso la muerte de seres inocentes. La verdadera medicina existe para servir al hombre, no para dañarlo. No puede haber progreso médico realmente ético allí donde se usan conocimientos técnicos, destinados originalmente a curar y a ayudar, para herir o provocar la muerte de algunos seres humanos.
Esto se aplica, a pesar de los intereses de algunos, al tema de los embriones. Cada embrión es una vida humana. Para ser más preciso, es un hijo. Existe desde un padre y una madre, y merece, por lo mismo, ser respetado, ser protegido, ser ayudado para desarrollarse sin discriminaciones, sin actos que puedan dañarlo.
Es cierto que algunos embriones no serán “perfectos” (¿lo somos los adultos?), incluso que quizá tendrá algunos defectos de mayor o menor gravedad. Ello no le hace perder su valor, su dignidad, su derecho legítimo a ser asistido, acogido, en el mundo de los humanos.
Lo que acabamos de decir vale también para los embriones que algunos denominan, con poco respeto, como “sobrantes” o “supernumerarios”. Muchos de esos embriones son el resultado de técnicas de fecundación artificial sumamente injustas, que juegan con vidas humanas como si fuesen objetos sin valor, números que aumentan la probabilidad estadística de un embarazo en parejas con problemas de fertilidad. Si una pareja ya obtuvo el hijo deseado y quedan embriones “de más”, no falta quien pide que sean usados para investigar, es decir, que se permita su muerte como si fuesen vidas humanas menos importantes que las demás.
La Iglesia, y tantos hombres y mujeres de buena voluntad, defenderán la vida de esos embriones “sobrantes”, y hará lo posible para que reciban el trato que merecen. De este modo no sólo no ponemos un límite a la buena ciencia, a la medicina humanística, sino que recordamos a los científicos los deberes más profundos que caracterizan a cualquier ser humano. Sobre todo ese deber tan importante que todos estamos llamados a poner en práctica: el deber de proteger y asistir cualquier vida humana, sin discriminaciones.
Sólo en función de ese deber la ciencia médica, la investigación ética, seguirá buscando caminos de progreso para el bien de todos. También de los seres humanos más necesitados de ayuda y protección, más indefensos y desamparados: nuestros embriones, nuestros hijos. FP

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