¿Por qué la
Iglesia se opone a la investigación con embriones humanos “sobrantes”? La
pregunta aparece, de vez, en cuando, en la prensa, entre amigos, en la
parroquia. Tras esa pregunta se esconde una cierta desconfianza, a veces una
acusación: la Iglesia no se interesa por el bien de los enfermos ni confía en
los científicos.
Para
responder, hay que tener ante nuestros ojos lo que está ocurriendo. Algunos
científicos desearían investigar sobre embriones para “progresar”, para que la
medicina pudiese tener más conocimientos sobre el modo de comportarse de las
“células estaminales” o “células madres”. Esos científicos, en declaraciones
públicas, dan a entender que a través de esas investigaciones se podrían curar,
en el futuro, enfermedades como el Alzheimer o algunos graves daños (hasta
ahora irreparables) en la columna vertebral, en el sistema sanguíneo o en otros
órganos del cuerpo humano.
La medicina
(como cualquier ciencia) sólo puede conocer desde la experiencia, desde el
estudio de casos concretos, en el laboratorio o en el hospital. Además, se nos
dice, “sobran” embriones, o podrían ser producidos embriones a bajo precio para
poder mejorar nuestros conocimientos, para permitir el progreso de la medicina reparadora.
¿Qué dice la
Iglesia sobre estos temas? Nos ofrece dos criterios que buscan defender valores
sumamente importantes y que necesitan estar unidos entre sí para que la
investigación sea verdaderamente honesta y seria.
El primer
criterio nos dice que es lícito investigar y experimentar para que la medicina
progrese, para que se puedan superar enfermedades sumamente dolorosas y
dañinas. La Iglesia no se opone a la libertad de investigación entendida de
modo correcto (como veremos en el segundo criterio). Podríamos recordar,
incluso, que ha habido importantes hombres de Iglesia, sacerdotes (como Gregor
Mendel) o laicos (como Alexis Carrel, Louis Pasteur o Jérôme Lejeune) que han
ayudado mucho al desarrollo de la medicina con sus investigaciones, con sus experimentos.
El segundo
criterio nos recuerda que la investigación no puede ser una actividad sin
reglas éticas, ni se puede actuar en nombre de la ciencia para dañar a seres
humanos.
La verdad es
que en el mundo de la ciencia hay de todo (como hay de todo en el mundo de la
economía, de la política, de la vida profesional). Algunos científicos trabajan
sin escrúpulos, roban patentes, engañan para obtener dinero, inventan
descubrimientos falsos para obtener fama. Otros han llegado más lejos: han
“usado” a pacientes (niños, ancianos, prisioneros) como si fuesen animales de
laboratorio, para experimentar sobre ellos con total libertad y, en no pocos
causas, a costa de graves daños o de la muerte de sus víctimas.
Sentimos una
fuerte repulsión hacia quien, en nombre de la “autonomía de la ciencia”, en
nombre de la medicina, se ha atrevido a hacer el mal, a abusar de su saber, a
engañar a sus pacientes, a provocar incluso la muerte de seres inocentes. La
verdadera medicina existe para servir al hombre, no para dañarlo. No puede
haber progreso médico realmente ético allí donde se usan conocimientos
técnicos, destinados originalmente a curar y a ayudar, para herir o provocar la
muerte de algunos seres humanos.
Esto se
aplica, a pesar de los intereses de algunos, al tema de los embriones. Cada
embrión es una vida humana. Para ser más preciso, es un hijo. Existe desde un
padre y una madre, y merece, por lo mismo, ser respetado, ser protegido, ser
ayudado para desarrollarse sin discriminaciones, sin actos que puedan dañarlo.
Es cierto que
algunos embriones no serán “perfectos” (¿lo somos los adultos?), incluso que
quizá tendrá algunos defectos de mayor o menor gravedad. Ello no le hace perder
su valor, su dignidad, su derecho legítimo a ser asistido, acogido, en el mundo
de los humanos.
Lo que acabamos de decir vale también para los embriones que algunos denominan, con poco respeto, como “sobrantes” o “supernumerarios”. Muchos de esos embriones son el resultado de técnicas de fecundación artificial sumamente injustas, que juegan con vidas humanas como si fuesen objetos sin valor, números que aumentan la probabilidad estadística de un embarazo en parejas con problemas de fertilidad. Si una pareja ya obtuvo el hijo deseado y quedan embriones “de más”, no falta quien pide que sean usados para investigar, es decir, que se permita su muerte como si fuesen vidas humanas menos importantes que las demás.
Lo que acabamos de decir vale también para los embriones que algunos denominan, con poco respeto, como “sobrantes” o “supernumerarios”. Muchos de esos embriones son el resultado de técnicas de fecundación artificial sumamente injustas, que juegan con vidas humanas como si fuesen objetos sin valor, números que aumentan la probabilidad estadística de un embarazo en parejas con problemas de fertilidad. Si una pareja ya obtuvo el hijo deseado y quedan embriones “de más”, no falta quien pide que sean usados para investigar, es decir, que se permita su muerte como si fuesen vidas humanas menos importantes que las demás.
La Iglesia, y
tantos hombres y mujeres de buena voluntad, defenderán la vida de esos
embriones “sobrantes”, y hará lo posible para que reciban el trato que merecen.
De este modo no sólo no ponemos un límite a la buena ciencia, a la medicina
humanística, sino que recordamos a los científicos los deberes más profundos
que caracterizan a cualquier ser humano. Sobre todo ese deber tan importante
que todos estamos llamados a poner en práctica: el deber de proteger y asistir
cualquier vida humana, sin discriminaciones.
Sólo en
función de ese deber la ciencia médica, la investigación ética, seguirá
buscando caminos de progreso para el bien de todos. También de los seres
humanos más necesitados de ayuda y protección, más indefensos y desamparados: nuestros
embriones, nuestros hijos. FP
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