domingo, 17 de febrero de 2019

¿Perder la libertad?

El relato del Génesis nos presenta un retrato del hombre que no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, el hombre abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita su libertad y, con ella, nuestra libertad, porque en Adán estamos representados todos los hombres.
La tentación, de entonces y de siempre, es pensar que Dios supone una dependencia y que el hombre necesita desembarazarse de esa dependencia para ser feliz. El hombre quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento del bien y del mal, ansía poder dirigir de modo totalmente autónomo su vida, hacerse igual a Dios.
El episodio del Génesis describe la historia de todos los tiempos, la historia de ese modo de pensar, de ese principio corruptor que llamamos pecado original, de esa sospecha de que una persona que no peca es una persona aburrida, una persona a la que le falta algo en su vida. El hombre ansía de modo dramático esa autonomía, ansía experimentar la libertad de bajar a las tinieblas del pecado para disfrutar a fondo de todas sus posibilidades.
“Pero, al mirar el mundo que nos rodea -continúa Benedicto XVI-, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre; que no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; que no lo hace más grande, más atractivo o más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. El hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Solo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque, gracias a Dios y junto con Él, se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, solo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta”.
        
—Pero tendemos a pensar que todo eso nos complica la vida, que Dios se mete en nuestra alma y perturba todo el egoísmo que nos envuelve y que no queremos perder.
Es cierto. No queremos complicarnos la vida. Es quizá la nostalgia de la comodidad perdida. Pensamos quizá en lo tranquilos que vivíamos sin tener esta inquietud en el alma. Y a lo mejor vivíamos efectivamente tranquilos, escuchando, desde la lejanía de una vida cómoda, el Sermón de la Montaña. Nos gustaba ver al Señor hablar allá arriba. Y pensar, perdidos entre la muchedumbre, que sus palabras se dirigían solo a una élite privilegiada de escogidos. Pero el caso es que se dirigen también a ti y a mí. Y su llamada es imperiosa y exigente, porque, como decía Santa Teresa de Ávila, “creer que admite a su amistad a gente regalada y sin trabajos, es disparate”.
Da un poco de miedo, es verdad. Pero, al tiempo, es una liberación. A ello se refería Benedicto XVI en la homilía de inicio de su pontificado. “¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo de que, si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él, pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y el Papa quiere deciros: ¡No! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada- de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Solo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, deciros a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.
        
—¿Y qué se necesita para aceptar y fructificar el designio que Dios tiene para nosotros?
Dicen que una hermana suya preguntó a Santo Tomás de Aquino: “Tomás, ¿qué se necesita para ser santo?”. Y que él contestó, sencillamente: “Querer. Para ser santo se necesita eso, querer”.
        
—Yo quiero seguir el plan que Dios tiene para mí. Si no fuera así, no estaríamos hablando de esto. Lo que pasa es que acabo un poco confuso con tantas disquisiciones sobre qué debería hacer para lograrlo.
Quizá es que le das muchas vueltas a las cosas, lo hablas con unos y con otros, pides consejo a todo el mundo, y unos te desaniman, otros te alientan, unos te aconsejan una cosa y otros lo contrario. Contestas, preguntas, cuentas, dices y, al final, acabas más confuso que al principio. Quizá te aconsejan quienes no saben hacerlo, y te acaban confundiendo y haciéndote perder el tiempo, como sucede cuando te pierdes buscando una calle y te aconseja quien no sabe. Quizá lo mejor que puedes hacer, en vez de darle tantas vueltas, es recogerte en oración y preguntarle al Señor: “Señor, ¿realmente quiero conocer y hacer, sea la que sea, tu voluntad?”.
        
—¿Y no te parece que hoy día está en crisis el hecho de entregarse por completo, tanto en el matrimonio como en el celibato?
Siempre se ha dicho que los tiempos de crisis del celibato coinciden con tiempos de crisis del matrimonio. De todas formas, sería más correcto decir que quienes están en crisis son las personas que no quieren o no logran entregarse por completo, pero el matrimonio y el celibato en sí mismos, como instituciones, gozan de muy buena salud.
Entregarse por completo, en el matrimonio o en el celibato, es una forma de vida que conduce a una elevada realización personal, pero, junto a eso, comporta una exigencia mayor. Por eso es fundamental crear un clima favorable a esa actitud vital de generosidad, hacer ver a todos que el hombre puede vivir así, entre otras cosas porque hay una llamada de Dios que lo respalda, y también porque así han vivido millones de personas a lo largo de los siglos. Las familias, y todos los educadores, deben buscar con empeño formar en ese espíritu a la gente joven, de manera que su corazón sea capaz de un amor pleno, fundamentado en virtudes y hábitos que les hagan capaces de realizarlo.
       
—¿Y cómo crees que debe ser la educación para lograr ese matrimonio o ese celibato feliz?
Es preciso despertar y fomentar en todo momento la generosidad, tanto con los demás como con Dios. Por eso, cuando en la educación se introduce un sesgo de egoísmo, de ese realismo un poco cínico que previene malévolamente a la gente joven contra los “excesos de generosidad”, se deteriora su educación afectiva, que es fundamental para su futuro.
No debe minusvalorarse el efecto negativo de esos consejos que previenen contra una entrega total al cónyuge, o de esos otros que empujan a recortar más y más el número de hijos para tener una vida con más lujos y menos preocupaciones, o de quienes previenen contra la posibilidad de la entrega en el celibato. Cuando se tachan de ingenuidad los arranques generosos, o se incita a ese supuesto realismo de no ser “demasiado generoso”, las consecuencias suelen ser negativas globalmente, pues afectan a lo más profundo de la educación afectiva de la persona. Cuando en la formación de una persona joven no se desarrolla lo que Juan Pablo II llamaba la “vocación al amor”, se está hipotecando su vida afectiva futura.
“Esta vocación al amor -escribía Juan Pablo II- es el elemento más íntimamente unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía una llamada interior en esa dirección. Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y, sin embargo, no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote, aprendí a amar el amor humano”.
“Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea noble. Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como “un escándalo del mundo contemporáneo” (y son modelos desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar”.
“El problema esencial de la juventud es profundamente personal. La juventud es el período de la personalización de la vida humana. Los jóvenes, sean chicos o chicas, saben que tienen que vivir para los demás y con los demás, saben que su vida tiene sentido en la medida en que se hace don gratuito para el prójimo. Ahí tienen su origen todas las vocaciones, tanto las sacerdotales o religiosas como las vocaciones al matrimonio o a la familia. También la llamada al matrimonio es una vocación, un don de Dios”.
        
—¿Te parece, entonces, que el sentido de servicio es vital para perseverar en el matrimonio o en el celibato?
La vida adquiere sentido en la medida en que se entrega, en la medida en que se hace un don y un servicio a los demás. Quien acude al matrimonio buscando en el otro una persona que le quiera y le comprenda y le cuide, en vez de buscando querer, comprender y cuidar a la otra persona, comete un grave error. Quienes se casan como si fueran dos amigos que comparten vivienda y un poco de su tiempo libre, pero sin una apuesta clara por los hijos, o sin disposición para ceder y para superar las crisis que sin duda surgirán, o con la idea de romper el matrimonio en cuanto las cosas dejen de ser fáciles, esas personas deben saber que no será sencillo que aquello marche bien durante mucho tiempo.
Muchas parejas jóvenes comienzan su vida matrimonial poniendo muchas cosas por delante de las necesidades de su matrimonio o de la educación de sus hijos, como por ejemplo su ambición por el éxito profesional, sus aficiones, su deporte, sus amigos, o lo que sea. Muchos se lanzan a un matrimonio que esperan que sea una balsa de aceite, cuando no conocen ningún caso en que así sea, ni aun entre los matrimonios más felices. Otros son más conscientes de que las cosas no serán fáciles, pero en vez de superarlo con entrega personal, anteponen la barrera del miedo al compromiso y no hacen una apuesta total.
       
—¿Y cómo puede incidirse en estos temas en la educación de los hijos?
Todos estos temas son esenciales para una vida de entrega feliz, tanto de entrega al otro cónyuge y a los hijos como de entrega a Dios en el celibato. Por eso, en la educación de la afectividad, especialmente durante la adolescencia, es fundamental enseñar a entregarse a los demás y a salir del propio egoísmo. Los hijos aprenden entonces a querer de verdad, sin cálculos egoístas, y ponen así las bases de su felicidad y de la felicidad de su familia futura.
En cambio, cuando se les enseña a condicionar su entrega, tanto si es a otra persona como si es a Dios, se propicia una quiebra afectiva, al inducirles a la mezquindad y a la cicatería, al hacerles pensar demasiado en su propio beneficio, al no acostumbrarles a abrir su corazón a los demás.
Si perciben el amor como un mecanismo de autoabastecimiento, en el que lo prioritario son los propios impulsos y satisfacciones, crecerán escépticos y suspicaces, con actitudes cerradas a la amistad profunda y a la entrega de sí.
Y quienes animan a evitar las ocasiones de escuchar la voz de Dios, a no “exagerar” la vida cristiana o a evitar determinadas lecturas o conversaciones, para así alejarles sistemáticamente de la posibilidad de un encuentro con la vocación, quizá no se dan cuenta de que, con eso, además de dificultar el encuentro del propio camino, dañan algo tan fundamental como la nobleza de su corazón. AA

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