El
relato del Génesis nos presenta un retrato del hombre que no se fía de Dios.
Tentado por las palabras de la serpiente, el hombre abriga la sospecha de que
Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que
limita su libertad y, con ella, nuestra libertad, porque en Adán estamos
representados todos los hombres.
La tentación,
de entonces y de siempre, es pensar que Dios supone una dependencia y que el
hombre necesita desembarazarse de esa dependencia para ser feliz. El hombre
quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento del bien y del mal, ansía
poder dirigir de modo totalmente autónomo su vida, hacerse igual a Dios.
El episodio
del Génesis describe la historia de todos los tiempos, la historia de ese modo
de pensar, de ese principio corruptor que llamamos pecado original, de esa
sospecha de que una persona que no peca es una persona aburrida, una persona a
la que le falta algo en su vida. El hombre ansía de modo dramático esa
autonomía, ansía experimentar la libertad de bajar a las tinieblas del pecado
para disfrutar a fondo de todas sus posibilidades.
“Pero, al
mirar el mundo que nos rodea -continúa Benedicto XVI-, podemos ver que no es
así, es decir, que el mal envenena siempre; que no eleva al hombre, sino que lo
envilece y lo humilla; que no lo hace más grande, más atractivo o más rico,
sino que lo daña y lo empequeñece. El hombre que se abandona totalmente en las
manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y
conformista; no pierde su libertad. Solo el hombre que se pone totalmente en
manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de
la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más
pequeño, sino más grande, porque, gracias a Dios y junto con Él, se hace
grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se
pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación
privada; al contrario, solo entonces su corazón se despierta verdaderamente y
él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta”.
—Pero tendemos a pensar que todo eso nos complica
la vida, que Dios se mete en nuestra alma y perturba todo el egoísmo que nos
envuelve y que no queremos perder.
Es cierto. No
queremos complicarnos la vida. Es quizá la nostalgia de la comodidad perdida.
Pensamos quizá en lo tranquilos que vivíamos sin tener esta inquietud en el
alma. Y a lo mejor vivíamos efectivamente tranquilos, escuchando, desde la
lejanía de una vida cómoda, el Sermón de la Montaña. Nos gustaba ver al Señor
hablar allá arriba. Y pensar, perdidos entre la muchedumbre, que sus palabras
se dirigían solo a una élite privilegiada de escogidos. Pero el caso es que se
dirigen también a ti y a mí. Y su llamada es imperiosa y exigente, porque, como
decía Santa Teresa de Ávila, “creer que admite a su amistad a gente regalada y
sin trabajos, es disparate”.
Da un poco de
miedo, es verdad. Pero, al tiempo, es una liberación. A ello se refería
Benedicto XVI en la homilía de inicio de su pontificado. “¿Acaso no tenemos
todos de algún modo miedo de que, si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro
de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él, pueda quitarnos algo de nuestra
vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la
vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y
vernos privados de la libertad? Y el Papa quiere deciros: ¡No! Quien deja
entrar a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada- de lo que hace la
vida libre, bella y grande. ¡No! Solo con esta amistad se abren las puertas de
la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades
de la condición humana. Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y
lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a
partir de la experiencia de una larga vida personal, deciros a todos vosotros,
queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo.
Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las
puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.
—¿Y qué se necesita para aceptar y fructificar el
designio que Dios tiene para nosotros?
Dicen que una
hermana suya preguntó a Santo Tomás de Aquino: “Tomás, ¿qué se necesita para
ser santo?”. Y que él contestó, sencillamente: “Querer. Para ser santo se
necesita eso, querer”.
—Yo quiero seguir el plan que Dios tiene para mí.
Si no fuera así, no estaríamos hablando de esto. Lo que pasa es que acabo un
poco confuso con tantas disquisiciones sobre qué debería hacer para lograrlo.
Quizá es que
le das muchas vueltas a las cosas, lo hablas con unos y con otros, pides
consejo a todo el mundo, y unos te desaniman, otros te alientan, unos te aconsejan
una cosa y otros lo contrario. Contestas, preguntas, cuentas, dices y, al
final, acabas más confuso que al principio. Quizá te aconsejan quienes no saben
hacerlo, y te acaban confundiendo y haciéndote perder el tiempo, como sucede
cuando te pierdes buscando una calle y te aconseja quien no sabe. Quizá lo
mejor que puedes hacer, en vez de darle tantas vueltas, es recogerte en oración
y preguntarle al Señor: “Señor, ¿realmente quiero conocer y hacer, sea la que
sea, tu voluntad?”.
—¿Y no te parece que hoy día está en crisis el
hecho de entregarse por completo, tanto en el matrimonio como en el celibato?
Siempre se ha
dicho que los tiempos de crisis del celibato coinciden con tiempos de crisis
del matrimonio. De todas formas, sería más correcto decir que quienes están en
crisis son las personas que no quieren o no logran entregarse por completo,
pero el matrimonio y el celibato en sí mismos, como instituciones, gozan de muy
buena salud.
Entregarse por
completo, en el matrimonio o en el celibato, es una forma de vida que conduce a
una elevada realización personal, pero, junto a eso, comporta una exigencia
mayor. Por eso es fundamental crear un clima favorable a esa actitud vital de
generosidad, hacer ver a todos que el hombre puede vivir así, entre otras cosas
porque hay una llamada de Dios que lo respalda, y también porque así han vivido
millones de personas a lo largo de los siglos. Las familias, y todos los
educadores, deben buscar con empeño formar en ese espíritu a la gente joven, de
manera que su corazón sea capaz de un amor pleno, fundamentado en virtudes y
hábitos que les hagan capaces de realizarlo.
—¿Y cómo crees que debe ser la educación para
lograr ese matrimonio o ese celibato feliz?
Es preciso
despertar y fomentar en todo momento la generosidad, tanto con los demás como
con Dios. Por eso, cuando en la educación se introduce un sesgo de egoísmo, de
ese realismo un poco cínico que previene malévolamente a la gente joven contra
los “excesos de generosidad”, se deteriora su educación afectiva, que es
fundamental para su futuro.
No debe
minusvalorarse el efecto negativo de esos consejos que previenen contra una
entrega total al cónyuge, o de esos otros que empujan a recortar más y más el
número de hijos para tener una vida con más lujos y menos preocupaciones, o de
quienes previenen contra la posibilidad de la entrega en el celibato. Cuando se
tachan de ingenuidad los arranques generosos, o se incita a ese supuesto
realismo de no ser “demasiado generoso”, las consecuencias suelen ser negativas
globalmente, pues afectan a lo más profundo de la educación afectiva de la
persona. Cuando en la formación de una persona joven no se desarrolla lo que
Juan Pablo II llamaba la “vocación al amor”, se está hipotecando su vida
afectiva futura.
“Esta vocación
al amor -escribía Juan Pablo II- es el elemento más íntimamente unido a los
jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía una llamada
interior en esa dirección. Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio,
hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y, sin embargo,
no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote,
aprendí a amar el amor humano”.
“Los jóvenes,
en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea noble.
Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden
calificarse como “un escándalo del mundo contemporáneo” (y son modelos
desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor
hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En
definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y,
por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que
eso pueda comportar”.
“El problema
esencial de la juventud es profundamente personal. La juventud es el período de
la personalización de la vida humana. Los jóvenes, sean chicos o chicas, saben
que tienen que vivir para los demás y con los demás, saben que su vida tiene
sentido en la medida en que se hace don gratuito para el prójimo. Ahí tienen su
origen todas las vocaciones, tanto las sacerdotales o religiosas como las
vocaciones al matrimonio o a la familia. También la llamada al matrimonio es
una vocación, un don de Dios”.
—¿Te parece, entonces, que el sentido de servicio
es vital para perseverar en el matrimonio o en el celibato?
La vida
adquiere sentido en la medida en que se entrega, en la medida en que se hace un
don y un servicio a los demás. Quien acude al matrimonio buscando en el otro
una persona que le quiera y le comprenda y le cuide, en vez de buscando querer,
comprender y cuidar a la otra persona, comete un grave error. Quienes se casan
como si fueran dos amigos que comparten vivienda y un poco de su tiempo libre,
pero sin una apuesta clara por los hijos, o sin disposición para ceder y para
superar las crisis que sin duda surgirán, o con la idea de romper el matrimonio
en cuanto las cosas dejen de ser fáciles, esas personas deben saber que no será
sencillo que aquello marche bien durante mucho tiempo.
Muchas parejas
jóvenes comienzan su vida matrimonial poniendo muchas cosas por delante de las
necesidades de su matrimonio o de la educación de sus hijos, como por ejemplo
su ambición por el éxito profesional, sus aficiones, su deporte, sus amigos, o
lo que sea. Muchos se lanzan a un matrimonio que esperan que sea una balsa de
aceite, cuando no conocen ningún caso en que así sea, ni aun entre los
matrimonios más felices. Otros son más conscientes de que las cosas no serán
fáciles, pero en vez de superarlo con entrega personal, anteponen la barrera
del miedo al compromiso y no hacen una apuesta total.
—¿Y cómo puede incidirse en estos temas en la
educación de los hijos?
Todos estos
temas son esenciales para una vida de entrega feliz, tanto de entrega al otro
cónyuge y a los hijos como de entrega a Dios en el celibato. Por eso, en la
educación de la afectividad, especialmente durante la adolescencia, es
fundamental enseñar a entregarse a los demás y a salir del propio egoísmo. Los
hijos aprenden entonces a querer de verdad, sin cálculos egoístas, y ponen así
las bases de su felicidad y de la felicidad de su familia futura.
En cambio,
cuando se les enseña a condicionar su entrega, tanto si es a otra persona como
si es a Dios, se propicia una quiebra afectiva, al inducirles a la mezquindad y
a la cicatería, al hacerles pensar demasiado en su propio beneficio, al no
acostumbrarles a abrir su corazón a los demás.
Si perciben el
amor como un mecanismo de autoabastecimiento, en el que lo prioritario son los
propios impulsos y satisfacciones, crecerán escépticos y suspicaces, con
actitudes cerradas a la amistad profunda y a la entrega de sí.
Y quienes
animan a evitar las ocasiones de escuchar la voz de Dios, a no “exagerar” la
vida cristiana o a evitar determinadas lecturas o conversaciones, para así
alejarles sistemáticamente de la posibilidad de un encuentro con la vocación,
quizá no se dan cuenta de que, con eso, además de dificultar el encuentro del
propio camino, dañan algo tan fundamental como la nobleza de su corazón. AA
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