No es fácil evocar hoy la “explosión de vida” que significó la
resurrección de Jesús que puso en marcha el cristianismo. No nos damos cuenta
hasta qué punto estamos configurados por una cultura obsesionada por el
análisis y la valoración de “los fenómenos observables”, pero miope para
sintonizar con todo aquello que no pueda ser reducido a datos controlables. Nos
creemos superiores a generaciones pasadas sólo porque hemos logrado técnicas
más sofisticadas para verificar la realidad de nuestro pequeño mundo y no nos
damos cuenta de que hemos perdido capacidad para abrirnos a las realidades más
importantes de la existencia.
La resurrección no es un acontecimiento más, que puede y debe ser
aislado y analizado desde fuera. No es un fenómeno que hay que iluminar desde
el exterior, darle un sentido desde otras verificaciones más sólidas y fiables.
La resurrección, por el contrario, es el acontecimiento decisivo desde donde se
nos revela el misterio último de todo, el que lo ilumina todo desde su
interior, el que da sentido a toda nuestra existencia.
La resurrección de Jesucristo o nos atrae hacia el misterio de Dios y
nos hace entrar en relación con la Vida que nos espera o queda reducido a un
fenómeno “curioso” e inaccesible que todavía tiene un impacto religioso en
personas “ingenuas” que no han sabido adaptarse aún a la sociedad del progreso.
Sin embargo, la salvación de Jesucristo resucitado es ofrecida a todas las
generaciones y a todas las épocas.
Y el hombre moderno, miope para todo lo que no puede tocar con sus manos
o dominar con su técnica, enfermo de nostalgia de una salvación que le permita
caminar sin desesperar, está necesitado de un mensaje de esperanza.
Las Iglesias no deberían olvidar que la sociedad moderna necesita
directrices morales sobre su conducta política y económica o su comportamiento
sexual, pero necesita, sobre todo, la oferta convencida de una salvación que dé
sentido a todo.
Los cristianos deberían ser, antes que nada, una “reserva inagotable de
esperanza” en medio de un mundo tan amenazado por el sinsentido y el absurdo.
La celebración litúrgica de la Pascua nos ha de ayudar a los creyentes a
reavivar nuestra vocación de testigos de la resurrección.
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