Juan Pablo II
ha sido, sin lugar a dudas -así lo han reconocido hasta sus más acérrimos
detractores-, la figura más colosal y carismática del final del segundo milenio.
Junto a ser guía espiritual de más de mil millones de católicos, se convirtió
enseguida en el más vigoroso defensor de la justicia social y de los derechos
humanos de todo el mundo contemporáneo. En su largo pontificado demostró una
prodigiosa capacidad para conciliar fidelidad y creatividad, prudencia e
ingenio, paciencia y audacia. Apoyado en su prestigio y autoridad moral como
pontífice, se reveló también como un diplomático de inmensa envergadura e
influencia mundial. Fue, además, protagonista de descollantes realizaciones
intelectuales, así como de un innegable carisma ante la gente joven.
Muchos se
preguntan con frecuencia de dónde vinieron a Juan Pablo II esas indiscutibles
cualidades personales. ¿Cómo surgió este hombre? ¿Cómo se forjó una personalidad
tan extraordinaria? ¿Qué hay en la biografía de Juan Pablo II que le permitió
prepararse de un modo tan sobresaliente para ejercer su misión como cabeza de
la Iglesia católica en una encrucijada tan difícil de su historia?
Si unos
grandes expertos se plantearan preparar un líder mundial a partir de un chico
joven, seguramente pensarían en una educación de élite, con unas condiciones
cuidadosamente preparadas para facilitar en todo lo posible su formación
académica, intelectual y humana. Sin embargo, en la biografía del joven Karol
Wojtyla no hay nada de eso. Apenas aparecen momentos de facilidad. Su infancia
y su juventud están marcadas por la tragedia, la pobreza y la dificultad. ¿Qué
había, entonces, distinto a otros? ¿Por qué esas difíciles circunstancias no le
hundieron, sino que curtieron su personalidad y le prepararon para ser un
hombre tan extraordinario? ¿Cuál fue su actitud ante los obstáculos que
encontró en su vida?
La biografía
de Karol Wojtyla es una prueba de que el hombre, sean cuales sean las
circunstancias en que viva, puede elevarse por encima de sus condicionamientos
personales, familiares o sociales. Su madre fallece cuando él aún no ha
cumplido nueve años. Cuando tiene doce, fallece Edmund, su único hermano.
Quedan solos él y su padre. Karol es terriblemente pobre. Asiste a sus clases
vestido con unos pantalones de tela burda y una arrugada chaqueta negra, la
única que tiene. Logra estudiar en la Universidad de Jagellón gracias a las
excelentes calificaciones que ha obtenido en el instituto. Aquel curso, Karol
se matricula de dieciséis asignaturas, asiste regularmente a cursos y
conferencias sobre temas muy variados, se dedica durante meses a estudiar
francés, participa en una escuela de arte dramático, en un círculo intelectual
y en varias asociaciones literarias y estudiantiles más. También escribe de
forma inagotable. Desarrolla una actividad con la que resulta difícil imaginar
cuándo come y duerme. Permanece despierto gran parte de la noche en su casa, en
el pequeño sótano de la calle Tyniecka, ya que las horas del día, las llena el
trabajo académico y todas esas actividades ajenas a los estudios, que también
ocupan parte de la noche.
Aun siendo
duro, aquello va marchando. Pero, de pronto, todo salta por los aires con el
comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la invasión de Polonia por los nazis. A
las pocas semanas del inicio de la ocupación, el mando nazi impone una
obligación de trabajo público que no es otra cosa que trabajo forzoso. Karol
empieza a trabajar en una fábrica que la Solvay tiene cerca de las canteras de
Zakrzówek. Allí se arrancan grandes bloques de piedras calizas por medio de
cargas explosivas. Sus primeros trabajos consisten en tender raíles y hacer de
guardafrenos. El invierno resulta de una dureza extraordinaria aquel año.
Pierde peso rápidamente y siente frío en los huesos y agotamiento de manera
casi constante. Un día especialmente frío, encuentra muerto a su padre al
llegar a casa. Karol aún no ha cumplido veintiún años. Pasa la noche rezando de
rodillas ante el cadáver. La muerte de su padre, junto con el hecho de no haber
podido estar con él cuando falleció, es el golpe más fuerte y dramático que
sufre en su vida. A partir de entonces, va al cementerio todos los días al
salir de trabajar de la cantera, cruzando Cracovia de parte a parte, para rezar
ante su tumba. Sus amigos están preocupados, viendo su sufrimiento, pensando
que quizá no supere aquel golpe.
—¿Y cómo surge su vocación?
Karol asiste a
unos círculos de formación espiritual para jóvenes organizados por los
salesianos en la parroquia de Debniki, cerca de su casa, y allí conoce a un
hombre llamado Jan Tyranowski, que abre a Karol unos nuevos horizontes
espirituales y humanos. Aquel hombre, que no es sacerdote, sino un sastre de
unos cuarenta años, es un auténtico maestro y trabaja las almas de aquellos
chicos con una gracia muy particular. Su palabra, en conversaciones personales
o en aquellos círculos, va calando hondamente en cada uno de ellos, “liberando
en nosotros -son palabras de Karol, años después- la profundidad oculta de una
enormidad de recursos y posibilidades que hasta entonces, trémulamente,
habíamos evitado”. Karol charla cada semana con Jan Tyranowski, normalmente en
el modesto y abarrotado piso del sastre, además de verse en los encuentros en
grupo. En aquellas conversaciones, Karol va comentando el resultado de sus
esfuerzos personales por mejorar en los puntos que se tratan en las reuniones.
Tyranowski sabe la importancia de esa disciplina ascética para la formación de
una persona. A medida que la amistad entre ambos va creciendo, pasean con
frecuencia, se visitan en sus respectivos domicilios y pasan largos ratos
leyendo y hablando.
Un amigo suyo,
que asiste con él a aquellos círculos, asegurará tiempo después que “fue la
influencia de Jan Tyranowski la que le ayudó a recuperar el equilibrio”; y
añade que, “de no haber sido por Tyranowski, Karol no sería sacerdote, y yo
tampoco; no quiero decir que nos empujara: sencillamente, nos abrió un camino
nuevo”. Sin embargo, la decisión del sacerdocio aún tardará año y medio en
madurar en el corazón y en la mente de Karol. Años después, recordará “con
orgullo y gratitud el hecho de que me fue concedido ser trabajador manual
durante cuatro años; durante ese tiempo surgieron en mí luces referentes a los
problemas más importantes de mi vida, y el camino de mi vocación quedó
decidido..., como un hecho interior de claridad indiscutible y absoluta”.
La oración
constante es lo que permite a Karol salir adelante, tanto en su vida espiritual
como emocional, en medio de su dura vida de trabajo. Reza cada día en la
iglesia de Debniki antes de ir al trabajo, reza en la fábrica, reza en una
antigua iglesia de madera cerca de la fábrica, y cuando se dirige cada día al
cementerio, después de trabajar, reza ante la tumba de su padre, y después reza
en su casa. La mayoría de sus compañeros de trabajo, que conocen cómo es su
vida en medio de aquella persecución religiosa, le miran con respeto,
admiración y afecto. Stefania Koscielniakowa, que trabaja en la cocina de la
planta, queda muy impresionada cuando el supervisor le señala en una ocasión a
Karol y le dice: “Este chico reza a Dios, es un chico culto, tiene mucho
talento, escribe poesía...; no tiene madre, ni padre...; es muy pobre..., dale
una rebanada de pan más grande porque lo que le damos aquí es lo único que
come”.
Una tarde de
septiembre de 1942, después de ensayar una obra de teatro de Norwid, Karol
habla con Kotlarczyk -que es el alma del grupo teatral, y con el que ahora
comparte piso después de la muerte de su padre-, y le explica que piensa
ingresar en un seminario clandestino porque quiere ser sacerdote. Kotlarczyk
pasa varias horas intentando disuadirle de su propósito. Invoca la santidad del
arte como gran misión, recuerda a Karol la advertencia del Evangelio contra el
desperdicio del talento y le suplica que aplace su decisión. Sin embargo, Karol
se mantiene firme y, al mes siguiente, comienza sus estudios sacerdotales. Las
clases son individuales y se dan en lugares secretos. La mayoría de los alumnos
no saben de la existencia de los demás seminaristas hasta el final de la
guerra. La vida externa de Karol apenas cambia: continúa trabajando en la
Solvay y cumple sus compromisos con la compañía de teatro durante seis meses.
La diferencia es que, ahora, a sus anteriores obligaciones se añade la de
estudiar en el seminario clandestino, lo cual supone, además, un gran riesgo.
Ser detenido como seminarista secreto significa la muerte en un campo de
concentración, como de hecho sucede a no pocos seminaristas polacos.
El 29 de
febrero de 1944, cuando un cierto optimismo se extiende en Polonia porque
parece acercarse el final de la guerra, Karol sufre un grave accidente al
volver del trabajo. Un pesado camión del ejército alemán cargado con unos
tablones le golpea al pasar. Queda tendido en el suelo con una fuerte conmoción
cerebral. Una señora que pasa por allí le lava un poco con agua de una zanja,
paran a otro camión y es trasladado a un hospital, donde pasa quince días
ingresado y varias semanas más de convalecencia.
El 6 de agosto
llega el llamado Domingo Negro, en que el mando alemán, temeroso de una
sublevación en Cracovia, hace una gigantesca redada por toda la ciudad. Cuando
irrumpen en la casa de Karol, este permanece en su cuarto, arrodillado y
rezando en silencio, e inexplicablemente los soldados no entran en esas
habitaciones.
Con el final
de la guerra, el seminario deja de ser secreto. Karol culmina con gran
brillantez sus estudios y es ordenado sacerdote. Cincuenta años después, es un
Papa que, a pesar de su ancianidad y su falta de salud, sigue desplegando una
actividad infatigable y valiente. Desde el principio, las circunstancias del
ambiente parecían confabularse para impedir su avance en el camino de entrega a
Dios. Pero también eran condicionantes que hacían madurar y curtir su vocación.
Así supo asumirlos Karol, y así preparó Dios su alma para los altos designios
que le tenía preparados, pero que, como sucede siempre, son designios que
quedan, en buena medida, a merced de la libertad humana.
—Es todo un testimonio de cómo sacar adelante una
vocación en medio de mil dificultades.
Puede servir
para aquellos que asocian la idea de vocación con un entorno de facilidad donde
abrirse camino. La realidad es que, cuando se analiza la vida de las grandes
figuras de la historia de la Iglesia, nos encontramos con que muchas de ellas,
si no todas, han pasado por serias dificultades interiores o exteriores para
sacar adelante su vocación.
En el año
1765, un joven austriaco llamado Hansl Hofbauer quiere ser sacerdote. Tiene
catorce años. Desgraciadamente, al ser huérfano y de familia pobre, tiene pocas
posibilidades de seguir los estudios necesarios. Comienza por hacerlos
acudiendo a diario a la casa parroquial, pero aquello acaba al poco tiempo de
modo repentino con la muerte del párroco. El nuevo párroco no encuentra tiempo
para ayudarle en sus estudios y el chico se ve en la necesidad de trabajar como
aprendiz en la panadería de un convento. El superior del convento comprueba la valía
y la abnegación del chico atendiendo a la gente necesitada que acude por allí,
y le ayuda a retomar sus estudios para el sacerdocio. Sin embargo, pronto
fallece el superior, y el joven candidato queda de nuevo desamparado. A los
diecinueve años, decide hacerse ermitaño, pero a los pocos meses comprende que
aquel no es su camino. Intenta después ingresar en el noviciado de los Padres
Blancos de Kloster Bruck, pero el emperador ha prohibido que este monasterio
premonstratense admita nuevos novicios. Una vez más, se le cierran las puertas
al sacerdocio.
Cuando tiene
ya casi treinta años, un día acude en auxilio de dos señoras en medio de un
aguacero. Aquel favor conmueve a aquellas mujeres que, al enterarse que Hansl
desea ser sacerdote pero no puede costearse los estudios, se encargan de
sufragar los gastos. Y así, a los treinta y cuatro años, logra llegar al
sacerdocio después de cinco intentos fallidos a lo largo de más de veinte años.
Ingresa por entonces en la comunidad redentorista, tomando el nombre de
Clemente, y en las décadas siguientes da un enorme impulso a la congregación en
toda Polonia y, luego, en Austria. Cuando fallece, con casi setenta años, su
fama de santidad se extiende por toda Europa. Si no hubiera superado con
tenacidad las numerosas dificultades que tuvo para llegar a ser sacerdote, y
las muchas otras que vinieron después en el ejercicio de su ministerio, hoy la
Iglesia no contaría con la figura de San Clemente Hofbauer, cuya fecundidad
apostólica fue tan notable que es considerado como el segundo fundador de los
Redentoristas.
Unos pocos
años antes, en 1731, en Nápoles, una chica joven trabaja muchas horas diarias
en el taller de hilados de su padre y demuestra también una notoria vida de
piedad. Rinde en el trabajo más que sus compañeras y, a la vez, dedica mucho
tiempo a la oración y a dar catequesis a niños pobres. Como es muy hermosa, su
padre le concierta un ventajoso matrimonio con un chico de clase alta. Pero
María Francisca le dice que ella ha prometido a Dios dedicarse a la vida
espiritual y a ayudar a las almas. Entonces, su padre estalla en cólera, le da
violentos azotes y la encierra en su habitación a pan y agua por varios días.
Su madre logra que un padre franciscano vaya a la casa y convenza al furibundo
padre para que deje libertad a su hija a la hora de escoger su futuro. El
religioso lo logra y María Francisca, con dieciséis años, toma el hábito de
Terciaria Franciscana. Sigue viviendo en su casa y, como demuestra un gran
discernimiento de las conciencias y un extraordinario don de consejo, su padre
quiere explotar económicamente las cualidades de su hija cobrando las numerosas
consultas que recibe. Ella se niega, y de nuevo su padre la castiga ferozmente.
Tiene que defenderse acudiendo al juez y, finalmente, se ve obligada a dejar la
casa de sus padres. Pero resiste a todas esas dificultades y, hasta su muerte,
pasa casi sesenta años de vida religiosa atendiendo a gentes venidas desde los
lugares más recónditos a pedir su consejo. Recibió muchas gracias
extraordinarias de Dios y hoy Santa María Francisca es venerada por millones de
personas en todo el mundo. Nada de esto habría sido posible sin su fortaleza
ante los obstáculos que encontró para defender su vocación. AA
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