En el año 304,
el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, tener
las Escrituras, construir lugares para el culto o reunirse el domingo para
celebrar la Eucaristía. En Abitina, una pequeña localidad de la actual Túnez,
cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo, reunidos en la casa
de Octavio Félix, mientras celebraban la Eucaristía, desafiando las
prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados, fueron llevados a Cartago e
interrogados por el procónsul Anulino.
Fue
significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al
procónsul, que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del
emperador. Respondió: “Sine dominico non possumus”. Es decir, sin reunirnos el
domingo para celebrar la Eucaristía, no podemos vivir, nos faltarían las
fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.
Después de atroces torturas, estos mártires de Abitina murieron heroicamente, pero con ello vencieron, y ahora los recordamos y nos llevan a reflexionar también a nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la Eucaristía y sobre nuestra disposición a dar la cara por nuestra fe.
Después de atroces torturas, estos mártires de Abitina murieron heroicamente, pero con ello vencieron, y ahora los recordamos y nos llevan a reflexionar también a nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la Eucaristía y sobre nuestra disposición a dar la cara por nuestra fe.
En el año 320,
durante la persecución de Licinio, hubo otro grupo de mártires que se hizo muy
popular entre los primeros cristianos: los cuarenta mártires de Sebaste.
Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Los cuarenta eran muy
jóvenes, de menos de veinte años. Cuando llegó al campamento la orden de
Licinio de que los soldados participaran en los sacrificios idolátricos, ellos
rehusaron. Fueron arrestados, atados a una larga cadena y encerrados en la
cárcel. La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardaban
órdenes superiores, o incluso del mismo emperador. Durante la espera, previendo
su fin, los presos escribieron un testamento colectivo que dejó registrados los
nombres de cada uno.
Llegada la
sentencia de condenación, fueron destinados a morir de frío. Debían estar
expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno, en un estanque helado y ahí
aguardar su fin. El lugar elegido para la ejecución fue un amplio patio delante
de las termas de Sebaste. Para aumentar el tormento de las víctimas, se dejó
abierta la entrada a las termas, de donde salían chorros de vapor del caldarium.
Bastaban pocos pasos para salir de las angustias, renegar de Cristo y recuperar
en las termas esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos minuto a minuto. El
tiempo pasaba y ninguno de los condenados salía del estanque helado. Mientras
sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios que, ya que eran cuarenta
los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también cuarenta los que
lograran la gracia del martirio. El vigilante de las termas asistía estupefacto
a la escena. De repente, uno de los condenados, extenuado por los espasmos del
frío, salió del estanque y se arrastró hacia la puerta iluminada. Al ver esto,
el vigilante decidió reemplazarlo completando nuevamente el número de cuarenta:
se proclamó cristiano y se arrojó junto a los otros condenados.
—¿Y crees que era necesario morir de esa manera?
Creo que el
mundo avanza y sobrevive gracias al testimonio de personas que no se dejan
doblegar y saben hacer frente con valentía a los atropellos que se hacen a la
dignidad del hombre. Podríamos referirnos de nuevo al ejemplo de Santo Tomás
Moro, que en 1534 prefirió ser destituido de todos sus cargos, ver confiscados
sus bienes y acabar recluido en la Torre de Londres, antes que aceptar las
infamias de Enrique VIII. Allí estuvo encerrado durante quince meses, hasta que
fue decapitado, soportando todo tipo de presiones para no ser fiel a lo que
Dios, a través de su conciencia, le pedía. Su testimonio de coherencia
cristiana hasta el martirio explica que su fama haya crecido incesantemente con
el paso de los siglos. Su nombre figura tanto en el martirologio católico como
en el anglicano, y su figura es reconocida universalmente, por encima de
fronteras nacionales y de confesiones religiosas, como símbolo de integridad y
como testimonio heroico de la primacía de la conciencia.
También
podríamos recordar el caso de San Estanislao de Polonia, que en el año 1079
tuvo la audacia de censurar al mismísimo rey Boleslao II por sus múltiples
inmoralidades. El rey ordenó matarlo y, como sus sicarios no se atrevían a atentar
contra una persona tan santa, subió él mismo al altar de la catedral de
Cracovia y, mientras celebraba la Santa Misa, lo asesinó con sus propias manos.
—Supongo que no habrá sido en vano el testimonio
de tantas muertes en defensa de la fe, pero dan ganas de responder de otra
manera ante los atropellos y las injusticias.
Es cierto y,
por eso, en muchas ocasiones nos preguntamos por qué razón Dios se queda
callado, por qué no hace de inmediato lo que para nosotros resulta quizá
evidente. Muchas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte, que actuara
con más contundencia, que derrotara de una vez al mal y creara un mundo mejor.
Sin embargo,
cuando pretendemos organizar el mundo adoptando o juzgando el papel de Dios, el
resultado es que hacemos entonces un mundo peor. Podemos y debemos influir en
que el mundo mejore, pero sin olvidar nunca quién es el Señor de la historia.
Porque, como ha señalado Benedicto XVI, nosotros quizá sufrimos ante la
paciencia de Dios, pero todos necesitamos de su paciencia. El mundo se salva
por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la
paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.
El testimonio
de los santos ha tenido un gran peso a lo largo de la historia. Chesterton
decía que, a fin de cuentas, todos los siglos han sido salvados por media
docena de hombres que supieron ir contra las corrientes de moda en ese siglo.
Cada época tiene sus audacias, y cada audacia, un hombre que tiene el valor de
vivir contracorriente ante las ofuscaciones y cobardías del momento.
Además, muchas
veces, esas persecuciones han sido ocasión de grandes bienes. Si recordamos,
por ejemplo, la figura de San Esteban, el primer mártir del cristianismo, vemos
que a su asesinato siguió una persecución contra los cristianos, la primera en
la historia de la Iglesia, pero aquella persecución, que les obligó a huir de
Jerusalén y a dispersarse, les hizo transformarse en misioneros itinerantes, de
manera que la persecución, y la consiguiente dispersión, se convirtieron en
misión, y el Evangelio se propagó por Samaría, Fenicia y Siria, hasta llegar a
la gran ciudad de Antioquía, donde, según cuenta San Lucas, fue anunciado por
primera vez también a los paganos.
En todas las
épocas y lugares, aunque a primera vista no lo parezca, ha sido difícil vivir
la fe o la entrega a Dios. Tampoco es fácil ahora, aunque en pocos sitios haya
ya prohibiciones o persecuciones formales. El mundo en el que vivimos, marcado
a menudo por el consumismo, por la indiferencia religiosa o por un secularismo
cerrado a la trascendencia, aparece muchas veces, para la entrega a Dios, como
un desierto no menos inhóspito que el de otros tiempos. Pero, quizá
precisamente por eso, vivir contracorriente es tanto o más necesario. AA
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