Simón, hijo de Juan,
¿me amas?
La crisis religiosa está dejando a no pocos sin las seguridades sobre
las que se apoyaba en otros tiempos su vida cristiana. Bastantes tienen,
incluso, la impresión de que Dios ha desaparecido. De aquella fe que veía a
Dios en todas partes, se está pasando al ¿Dónde está Dios?» De la religiosidad
que confesaba «todo habla de Dios», se está llegando a su silencio total. Todo
parece conducir al «eclipse de Dios». Se van borrando poco a poco las huellas
de su presencia. Cada vez parece más difícil escuchar su voz. La pregunta
religiosa más radical de nuestros tiempos ha venido a ser ésta: ¿Dónde está
Dios? ¿Dónde podemos encontrarnos con él?
Dios sigue estando, sin duda, presente en la vida de los hombres y
mujeres de este final de siglo. Son muchas las cosas que lo ocultan, pero nada
tanto como nuestra propia ceguera. Muchos ruidos apagan su voz, pero no tanto
como nuestra sordera. Por eso, para encontrarse con él, no basta preguntar
¿Dónde está Dios? Es necesario también preguntarse: ¿dónde estamos nosotros?
Dios no es encontrado de cualquier forma. Su presencia no aflora en
cualquier conciencia. ¿Cómo podrá percibirlo quien vive fuera de sí, separado
de su raíz, volcado sobre sus posesiones, disperso en sus quehaceres? La
parábola de Jesús sigue cumpliéndose también hoy: los convidados no escuchan la
invitación porque andan «ocupados en sus tierras y sus negocios». El encuentro
con Dios es posible cuando la persona pasa de la superficialidad a la atención
interior, de la dispersión al centro de su ser, y, sobre todo, del egoísmo al
amor.
Quien vive siempre volcado hacia lo exterior no puede percibir la
presencia de Dios. Lo primero es recuperar el deseo de interpretar y vivir la
propia vida desde dentro. «No quieras ir fuera de ti, es en el hombre interior
donde habita la verdad» (san Agustín).
Tampoco se puede escuchar a Dios cuando se vive de forma dispersa y
fragmentada, en función de una agenda y no de un proyecto de vida. Es necesario
llegar al centro de la persona. El gran teólogo suizo, H. von Balthasar, dice
que «el hombre es un ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él
mismo». Ahí resuena de forma callada pero permanente la voz de Dios.
Pero, sobre todo, no puede presentir a Dios en su vida quien vive
manipulando a los demás, organizándolo todo en función de su bienestar,
dominado sólo por su propio interés. La razón es clara. Lo vieron desde el
principio los primeros creyentes: «Quien no ama, no conoce a Dios, porque Dios
es Amor» (1 Juan 4, 7). Quien vive de
forma egoísta e interesada, ¿qué puede entender de amor y gratuidad?, ¿cómo va
a presentir el misterio último de la existencia? Tal vez, todos hemos de
escuchar en el fondo del corazón la misma pregunta que escuchó Pedro de labios
de Jesús: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas? »
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