Juan Bautista
María Vianney nace en Dardilly, cerca de Lyon, en 1786. A los diecisiete años,
desea ser sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, le pone algunos
obstáculos, que, finalmente, logra superar. El joven inicia sus estudios
eclesiásticos en Ecully, dejando las tareas del campo a las que hasta entonces
se había dedicado.
Un santo
sacerdote, el padre Balley, se presta a ayudarle. Pero el latín se hace muy
difícil para aquel mozo campesino. Aunque es de inteligencia mediana, su
capacidad y sus conocimientos son extremadamente limitados, por la
insuficiencia de su primera escolarización y por la avanzada edad a la que
comienza a estudiar. Llega un momento en que todo su entusiasmo y su tenacidad
no bastan y empieza a sentir un enorme desaliento. Decide entonces hacer una
peregrinación, a pie, a la tumba de San Francisco de Regis, en Louvesc, para
pedir que logre superar esas dificultades, pero sus oraciones no parecen ser
escuchadas y continúa aprendiendo con gran lentitud.
Por entonces
se presenta, además, un nuevo obstáculo. El joven Vianney es llamado a filas,
pues la guerra de España y la urgente necesidad de reclutas llevan a Napoleón a
retirar la exención de que disfrutan los estudiantes eclesiásticos. Después de
casi dos años de numerosos peligros y peripecias, Juan Bautista reanuda sus
estudios, primero en Verrières y después en el seminario mayor de Lyon. Todos
sus superiores reconocen su admirable conducta, pero insisten en el poco
provecho en los estudios, hasta que, finalmente, es despedido del seminario.
Intenta entonces, sin éxito, entrar en los hermanos de las Escuelas Cristianas.
Cuando ya parece no haber solución para sus deseos de ser sacerdote, se cruza
de nuevo en su camino el padre Balley, que había dirigido sus primeros estudios.
Se presta a continuar preparándole, habla con sus profesores y, después de un
par de años de gran esfuerzo por parte de los dos, es ordenado sacerdote en
Grenoble en 1815, a los veintinueve años de edad. Había acudido solo a esa
ciudad, y nadie le acompaña tampoco en su primera Misa, que celebra al día
siguiente. Sin embargo, se siente feliz de haber llegado a alcanzar lo que está
convencido que Dios le pide, aunque haya supuesto tantos esfuerzos y
humillaciones.
—Desde luego, es un ejemplo de constancia. Supongo
que muchas veces pensaría en abandonar, ¿no?
Fue un ejemplo
de tenacidad suya, y también de tenacidad de su maestro, el padre Balley. Juan
María estuvo muchas veces a punto de abandonar, pero su maestro le alentó
siempre. El tiempo pasaba y había que tomar una decisión. ¿Servía como
sacerdote o no? Todos tenían sobrados motivos para desconfiar de la calidad de
su formación teológica. Algunos se lo hicieron notar así al Vicario General de
Grenoble, que preguntó: “¿Es piadoso? ¿Sabe rezar el Rosario? ¿Tiene devoción a
la Virgen?”. Le contestaron que era un hombre de profunda piedad y de vida
santa. “Pues bien, yo lo recibo. Dios hará el resto”. Y Dios lo hizo. Fue uno
de los santos más grandes de la Iglesia.
El padre
Balley fue quien le animó a perseverar cuando los obstáculos en su camino le
parecían insuperables. Intercedió ante los examinadores cuando suspendió el
ingreso en el seminario mayor, le ayudó en sus estudios y fue su preceptor y
protector. Además, no consideró cumplida su misión con la ordenación de Juan
María, sino que logró que, como aún no había terminado sus estudios, fuera
destinado a Ecully, con la consideración de coadjutor suyo. Allí estuvo durante
tres años, repasando la teología y ayudándole en las labores parroquiales, hasta
que el padre Balley falleció, en 1818.
Fallecido su
maestro, y terminados sus estudios, el arzobispo de Lyon le destinó a un
minúsculo pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte de la capital,
llamado Ars. No tenía siquiera la consideración de parroquia ni había tenido
nunca sacerdote. Era una simple aldea dependiente de la parroquia de Mizérieux,
que distaba tres kilómetros. Tenía 370 habitantes. El nivel moral era bastante
bajo y la práctica religiosa muy reducida: los domingos solo asistía a Misa un
hombre y unas pocas mujeres.
Comenzó
enseguida a visitar a sus feligreses, casa por casa. Atendía a los niños y a
los enfermos. Amplió y mejoró la iglesia. Ayudaba a los sacerdotes de los
pueblos vecinos. Todo ello, acompañado de grandes penitencias personales, de
intensa oración y de constantes obras de caridad. Se empleó a fondo en una
labor de moralización del pueblo, y no le faltaron calumnias y persecuciones,
incluidas acusaciones ante sus propios superiores diocesanos.
Y en el
ejercicio de las funciones de párroco de esa remota aldea francesa, fue como el
Santo Cura de Ars se hizo conocido en el mundo entero. No llevaba mucho tiempo
allí cuando la gente empezó a acudir a él desde otras parroquias, luego de
lugares más distantes, después de otras regiones de Francia y finalmente desde
países cada vez más lejanos. Su consejo era buscado por obispos, sacerdotes,
religiosos y laicos de toda edad y condición. El número de los que acudían a
escucharle y confesarse pronto superó los trescientos peregrinos diarios.
Pasaba de dieciséis a dieciocho horas diarias en el confesonario. Personas
distinguidas visitaban Ars para ver al santo cura y oír su predicación, en la
que, con un lenguaje sencillo, lleno de imágenes sacadas de la vida diaria y de
escenas campestres, transmitía una fe y un amor de Dios arrolladores.
—¿No es, entonces, tanto una cuestión de talento
como de esfuerzo personal?
La vocación no
va ligada necesariamente a grandes talentos, al menos según lo que muchos
entienden por talento. Una buena prueba de ello es el ejemplo de este pobre
sacerdote, que había hecho tan dificultosamente sus estudios, y a quien la
autoridad diocesana había relegado a uno de los peores pueblos de la diócesis,
pero que, sin embargo, acabó siendo consejero buscadísimo y guía espiritual de
millares de almas.
Desde luego,
para la santidad es preciso el esfuerzo personal, junto a la gracia de Dios,
que nunca nos falta, y hay que decir que el Santo Cura de Ars se levantaba a la
una de la madrugada para ir a la iglesia a hacer oración, y antes de amanecer
iniciaba su trabajo en el confesonario, y dedicaba todas las horas del día a la
celebración de la misa, la atención de los peregrinos, la explicación del
catecismo y las confesiones. Su dedicación era tal, que con frecuencia comía de
pie en unos minutos, sin dejar de atender a las personas que solicitaban algo
de él.
San Pablo
decía que Dios escogió a los necios según el mundo para confundir a los sabios,
y la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes, de manera que nadie pueda
gloriarse insensatamente delante de Dios. Y Dios bendecía manifiestamente la
entrega de aquel modesto sacerdote, en contra de toda posible previsión humana.
Una vida que todos auguraban gris y olvidada resultó ser asombrosamente fecunda
y conocida. El que a duras penas había hecho sus estudios se desenvolvía con
maravillosa firmeza en el púlpito, con enorme soltura, sin haber tenido tiempo
para prepararse. El que parecía de inteligencia limitada demostró un notable
don de discernimiento de conciencias y resolvía delicadísimos problemas de
conciencia en el confesonario. Durante cuarenta y dos años, hasta el momento de
su muerte, se entregó ardorosamente al cuidado de las almas en aquel pueblo
perdido de Francia. Sin moverse de allí, logró, sin buscarla, una resonante
celebridad. AA
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