martes, 14 de mayo de 2019

La luz del mundo

Es fácil imaginar el estado de ánimo de los escribas y fariseos después de la vergüenza que han experimentado con la cuestión de la mujer adúltera. Estaban humillados. La humildad da paz y libera de las tenazas del pecado y sus confusiones; pero la humillación engendra odio, rencor, violencia, ceguera, esclavitud. Los sucesos de los siguientes días, en que se desarrollan unas polémicas llenas de encono y violencia, lo mostrarán.
La fiesta de los Tabernáculos se celebraba recordando también la nube y el fuego que guiaban a los israelitas en el desierto. En el atrio de las mujeres se encendían unos grandes candelabros de varios metros que iluminaban toda Jerusalén. Los sacerdotes y mucha gente del pueblo hacían procesiones de antorchas alrededor en un espectáculo de gran atracción. En ese contexto “dijo Jesús: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Luz plena sólo es Dios. Fuera de Dios, y en el pecado, existe la tiniebla. Proclamarse luz del mundo es una afirmación velada de su divinidad. Sus palabras no pueden ser tomadas como un testimonio más, sino como emanaciones de la luz que llega a todos los hombres. Los hechos anteriores muestran esta distancia –insalvable- entre la luz y las tinieblas.
Entonces surge una gran polémica y “le dijeron entonces los fariseos: Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es válido”. Así decía la ley en los juicios. Pero aquello no era un juicio, sino una manifestación de la verdad. “Jesús les respondió: Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es válido porque sé de dónde vengo y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo y adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a nadie; y si yo juzgo, mi juicio es verdadero porque no estoy solo, sino yo y el Padre que me ha enviado. En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre, que me ha enviado, también da testimonio de mí”. Es un momento clave de su verdad: Yo soy y el Padre dan testimonio de Él, pero ¿dónde se da este testimonio? En la conciencia y en las Escrituras. Y “entonces le decían: ¿Dónde está tu Padre? Jesús respondió: Ni me conocéis a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí conoceríais también a mi Padre”.
Jesús estaba hablando de su divinidad. Aceptarlo era entrar en una nueva dimensión: El Dios con nosotros era Aquel que estaba delante de ellos. La humanidad acababa de entrar en una nueva era divinizada. Si no se aceptaba, se seguía en las tinieblas, acusando a Jesús de blasfemo. “Estas palabras las dijo Jesús en el gazofilacio, enseñando en el Templo; y nadie le prendió porque aún no había llegado su hora”. EC

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