Texto del
Evangelio (Mt 8,23-27): En aquel
tiempo, Jesús subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se
levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las
olas; pero Él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo:
«¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Díceles: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de
poca fe?». Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una
gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: «¿Quién es éste, que
hasta los vientos y el mar le obedecen?».
«Entonces se levantó, increpó a los
vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza»
Comentario:
Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet (Tarragona, España)
Hoy, Martes XIII del tiempo ordinario, la
liturgia nos ofrece uno de los fragmentos más impresionantes de la vida pública
del Señor. La escena presenta una gran vivacidad, contrastando radicalmente la
actitud de los discípulos y la de Jesús. Podemos imaginarnos la agitación que
reinó sobre la barca cuando «de pronto se levantó en el mar una tempestad tan
grande que la barca quedaba tapada por las olas» (Mt 8,24), pero una agitación que no fue suficiente para despertar
a Jesús, que dormía. ¡Tuvieron que ser los discípulos quienes en su
desesperación despertaran al Maestro!: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mt 8,25).
El evangelista se sirve de todo este dramatismo
para revelarnos el auténtico ser de Jesús. La tormenta no había perdido su
furia y los discípulos continuaban llenos de agitación cuando el Señor,
simplemente y tranquilamente, «se levantó, increpó a los vientos y al mar, y
sobrevino una gran bonanza» (Mt 8,26).
De la Palabra increpadora de Jesús siguió la calma, calma que no iba destinada
sólo a realizarse en el agua agitada del cielo y del mar: la Palabra de Jesús
se dirigía sobre todo a calmar los corazones temerosos de sus discípulos. «¿Por
qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt
8,26).
Los discípulos pasaron de la turbación y del
miedo a la admiración propia de aquel que acaba de asistir a algo impensable
hasta entonces. La sorpresa, la admiración, la maravilla de un cambio tan
drástico en la situación que vivían, despertó en ellos una pregunta central:
«¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mt 8,27). ¿Quién es el que puede calmar
las tormentas del cielo y de la tierra y, a la vez, las de los corazones de los
hombres? Sólo quien «durmiendo como hombre en la barca, puede dar órdenes a los
vientos y al mar como Dios» (Nicetas de Remesiana). Cuando pensamos que la
tierra se nos hunde, no olvidemos que nuestro Salvador es Dios mismo hecho
hombre, el cual se nos acerca por la fe.
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