El quinto mandamiento de la Ley de Dios, -no
matarás- ordena no hacer daño a la propia vida o a la de otros con
palabras, obras o deseos (odio); es decir, querer bien a todos y perdonar a
nuestros enemigos. El desear la muerte a sí mismo o a otro, es pecado grave si
se hace por odio o desesperación rebelde. El odio es incapaz de liberar a
nadie. Sólo sirve para fomentarlo más y en la historia humana nadie ha
conseguido ser libre gracias al odio.
El
odio nunca está justificado para un cristiano. Las riñas, los insultos,
las injurias, etc., pueden, a veces, llegar a ser pecado grave si se desea en
serio un mal grave a otro, si se falta gravemente a la caridad y si son la exteriorización
del odio. Pero de ordinario no lo son, ya sea por inadvertencia, ya porque no
se les dé importancia, etc. Cuando dos riñen, de ordinario cada uno tiene la
mitad de la razón y la mitad de la culpa; pero cada cual mira la parte que él
tiene de razón y la que el otro tiene de culpa. Por eso no se ponen de acuerdo. Las riñas empiezan
generalmente por pequeñeces, pero con el calor de la discusión se van
desorbitando hasta terminar en enemistades profundas..., y, a veces, en
crímenes. Lo mejor en las riñas es cortarlas desde el principio sin permitir
que adquieran grandes proporciones. Y si uno se encuentra de mal humor, seguir
el consejo de aquel inglés que contaba hasta diez antes de contestar. Con calma
y con sensatez se evitarían muchos rencores nacidos generalmente por
pequeñeces.
La
venganza personal no está permitida en ningún sentido. Cristo
la prohibió. Si fuese permitida, no se podría vivir en el mundo, todos nos
creeríamos con derecho a vengarnos de alguien. No: hay que perdonar a los
enemigos, y dejar que Dios los castigue en la otra vida, y la Autoridad Pública
en este mundo. Como dice San Pablo, hay que saber «vencer al mal con el bien».
Es
necesario saber perdonar a las personas que nos hayan ofendido. Es, desde luego,
indispensable estar dispuestos a conceder el perdón si nos lo piden,
quedándonos satisfechos con una moderada reparación. Quien niega el perdón a su
hermano, es inútil que espere el perdón de Dios. En el «Padrenuestro» tiene su
sentencia: como él no perdona, tampoco Dios le perdonará. Lo dijo Jesucristo.
Y no
seamos fáciles en echar al otro toda la culpa. Ordinariamente la culpa
hay que repartirla entre los dos. Uno fue el que empezó, pero el otro contestó
con ofensa más grave. Si los dos están esperando a que sea el otro el que se
adelante a pedir perdón, la cosa no se arreglará nunca. El que sea más generoso
con Dios es el que debe tomar la iniciativa.
Cristo habla de poner la otra mejilla. Es una
fórmula oriental hiperbólica para dar a entender que debemos estar dispuestos al
perdón; pero no es para que lo entendamos al pie de la letra. El mismo Cristo
al ser abofeteado no puso la otra mejilla, sino que respondió con toda energía,
verdad y dominio propio: «Si he respondido mal, muestra en qué; mas si he
respondido bien, ¿por qué me hieres?».
Si la
culpa ha sido nuestra tenemos obligación de pedir perdón de
alguna manera, pero incluso, aunque sea claro que toda la culpa es del otro, da
una muestra de virtud el que se adelanta a otorgar el perdón, por ejemplo,
dirigiéndole amablemente la palabra, ofreciendo un servicio, reanudando el
saludo, etc. Durante un tiempo puede manifestarse el disgusto, por ejemplo, con
una actitud más seria y distanciada; pero esto no debe durar indefinidamente.
Salvo en algunos casos excepcionales de ofensas gravísimas, es muy de aconsejar
que al cabo de cierto tiempo se reanuden los saludos ordinarios entre gente
educada. Negar el saludo no es cristiano. Si el otro no contesta allá él; pero
que la cosa no quede por tu parte.
Cuando
han fracasado ya varios intentos de reconciliación, o el
otro se niega obstinadamente a devolver el saludo, o si parece cierto que
nuestro esfuerzo por la reconciliación puede ahondar la mala voluntad del otro,
será mejor esperar otra ocasión. Pero no abandonar el deseo de reconciliación,
ni escudarse en esta dificultad para no reconciliarse, por no desearlo. Nuestra
voluntad de reconciliación debe ser sincera. Si el otro no quiere saludarnos o
hablarnos, nosotros debemos estar dispuestos a hablarle cuando él lo desee, y saludar
cuando él nos salude. A veces puede facilitar la reconciliación la ayuda de una
tercera persona.
Distingue, con todo, entre el rencor admitido y un
cierto distanciamiento para evitar el chocar de nuevo. Y también entre el
sentimiento de la ofensa y el resentimiento admitido voluntariamente. Aunque la
ofensa recibida nos duela, no podemos desear mal a nadie. Esta voluntad de
perdonar puede unirse a un sentimiento inevitable de la ofensa recibida. Muchos
se refieren a este sentimiento cuando dicen que no pueden perdonar.
Es posible que la serenidad de espíritu, después de
la ofensa, requiera un tiempo mínimo para sobreponerse al dolor. Una prueba de
esta sincera buena voluntad sería orar por el ofensor, nunca hablar mal de él y
pedir a Dios la gracia de saber perdonar. Cuando tengas antipatía por una
persona, pide por ella. Y cuando tengas ganas de desearle algo malo, reza por
ella un «Padrenuestro». Dice Jesucristo: «rogad por los que os persiguen».
Y si
el que consideramos nuestro enemigo estuviera en una necesidad grave y no
pudiera salir de ella sin nuestro especial auxilio, tenemos obligación de
ayudarle, porque en estos casos hay obligación de atender al prójimo aunque sea
enemigo.
No es
odio a una persona odiar lo que hay de malo en ella o el mal que nos causa
injustamente a nosotros o a otros. El amor a nuestros enemigos
que pide el Evangelio no obliga a la amistad con ellos, sino que prohíbe el
odio y la venganza o el desearles algún mal y manda tener un deseo de
reconciliación.
«El ofendido está obligado siempre a perdonar al
ofensor que le pide perdón, en forma directa o indirecta. Si se niega a
hacerlo, comete un grave pecado contra la caridad, y regularmente no podrá ser
absuelto mientras continúe en su obstinación».
Por
supuesto que es lícito exigir una reparación del daño recibido, pero no por odio ni por
venganza, sino por deseo de justicia. La buena voluntad de perdonar de corazón
a los que nos han ofendido no excluye utilizar todos los medios justos para que
se haga justicia.
Es
verdad que hay personas que son indignas de nuestro perdón; pero
nosotros no perdonamos porque ellas lo merezcan, sino porque lo merece
Jesucristo, que es quien nos lo pide. Para eso nos dio Él su ejemplo: fue mucho
más ofendido que nosotros y sin embargo perdonó. No sólo en su corazón, sino
que lo manifestó exteriormente. El perdón de Cristo en la cruz es el modelo que
debemos imitar. Las almas generosas tienen en esto un inmenso campo de
perfección y santificación.
El mundo de los hombres no puede hacerse cada vez
más humano si no introducimos el perdón -que es esencial en el Evangelio- en
las relaciones de unos con otros. JL
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