Continuando el camino acuden a Jesús tres hombres con el ánimo de
seguirle. Se ha corrido la voz del Maestro, le buscan y, cuando le encuentran,
le manifiestan sus deseos de entrega. El primero es un escriba lleno de
generosidad. “Mientras
iban de camino, uno le dijo: Te seguiré adonde quiera que vayas. Jesús le dijo:
Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo
del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza” (Lc). Ésta era la situación real de Jesús. Rechazado en Galilea y en
Judea es un maestro itinerante sin lugar de reposo fijo ni lugar para enseñar.
El que le quiera seguir debe estar dispuesto a esta vida dura, lejana a las
ilusiones de un maestro, y menos aún de un rey.
“A otro le dijo: Sígueme. Pero
éste contestó: Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre”. Ahora es Jesús el que llama, como lo ha hecho en
tantas ocasiones. La respuesta es afirmativa pero con reticencias. “Y Jesús le dijo: Deja que los
muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios” (Lc). Coloca la vocación por encima de toda otra
obligación. Nada debe ponerse por delante del amor de Dios.
“Otro dijo: Te seguiré, Señor,
pero primero permíteme despedirme de los de mi casa. Jesús le dijo: Nadie que
pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc). El cariño filial es importante, pero el amor a
Dios lo es más. A lo largo de los tiempos ¡cuántos discípulos que siguen a
Cristo en las diferentes vocaciones de su Iglesia, recordarán que también ellos
pusieron la mano en el arado y mirar hacia atrás significa perder todo derecho
a la herencia eterna!
En los tres casos, Jesús plantea la radicalidad de un amor total y sin
concesiones ni a la vida fácil, ni a posibles engaños revestidos de caridad.
Esta va a ser la actitud de Jesús siempre, pero más en aquellos meses. EC
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