Texto del
Evangelio (Lc 4,16-30): En aquel
tiempo, Jesús se fue a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre,
entró en la sinagoga el día sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le
entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el
pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».
Enrollando el
volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos
estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: «Hoy se cumple esta escritura
que acabáis de oír». Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las
palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo
de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate
a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también
aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien
recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los
días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran
hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una
mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos
del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas
cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le
arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte
sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por
medio de ellos, se marchó.
«Hoy se cumple esta escritura que
acabáis de oír»
Comentario:
Rev. D. David AMADO i Fernández (Barcelona, España)
Hoy, «se cumple esta escritura que acabáis de
oír» (Lc 4,21). Con estas palabras,
Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret un texto del profeta Isaías: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido» (Lc 4,18). Estas palabras tienen un sentido que sobrepasa el
concreto momento histórico en que fueron pronunciadas. El Espíritu Santo habita
en plenitud en Jesucristo, y es Él quien lo envía a los creyentes.
Pero, además, todas las palabras del Evangelio
tienen una actualidad eterna. Son eternas porque han sido pronunciadas por el
Eterno, y son actuales porque Dios hace que se cumplan en todos los tiempos.
Cuando escuchamos la Palabra de Dios, hemos de recibirla no como un discurso
humano, sino como una Palabra que tiene un poder transformador en nosotros.
Dios no habla a nuestros oídos, sino a nuestro corazón. Todo lo que dice está
profundamente lleno de sentido y de amor. La Palabra de Dios es una fuente
inextinguible de vida: «Es más lo que dejamos que lo que captamos, tal como
ocurre con los sedientos que beben en una fuente» (San Efrén). Sus palabras salen del corazón de Dios. Y, de ese
corazón, del seno de la Trinidad, vino Jesús —la Palabra del Padre— a los
hombres.
Por eso, cada día, cuando escuchamos el
Evangelio, hemos de poder decir como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); a lo que Dios nos responderá:
«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Ahora bien, para que la
Palabra sea eficaz en nosotros hay que desprenderse de todo prejuicio. Los
contemporáneos de Jesús no le comprendieron, porque lo miraban sólo con ojos
humanos: «¿No es este el hijo de José?» (Lc
4,22). Veían la humanidad de Cristo, pero no advirtieron su divinidad.
Siempre que escuchemos la Palabra de Dios, más allá del estilo literario, de la
belleza de las expresiones o de la singularidad de la situación, hemos de saber
que es Dios quien nos habla.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario