Texto del
Evangelio (Jn 7,40-53): En aquel
tiempo, muchos entre la gente, que habían escuchado a Jesús, decían: «Éste es
verdaderamente el profeta». Otros decían: «Éste es el Cristo». Pero otros
replicaban: «¿Acaso va a venir de Galilea el Cristo? ¿No dice la Escritura que
el Cristo vendrá de la descendencia de David y de Belén, el pueblo de donde era
David?».
Se originó,
pues, una disensión entre la gente por causa de Él. Algunos de ellos querían
detenerle, pero nadie le echó mano. Los guardias volvieron donde los sumos
sacerdotes y los fariseos. Estos les dijeron: «¿Por qué no le habéis traído?».
Respondieron los guardias: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre».
Los fariseos les respondieron: «¿Vosotros también os habéis dejado embaucar?
¿Acaso ha creído en Él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no
conoce la Ley son unos malditos».
Les dice
Nicodemo, que era uno de ellos, el que había ido anteriormente donde Jesús:
«¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que
hace?». Ellos le respondieron: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que
de Galilea no sale ningún profeta». Y se volvieron cada uno a su casa.
«Jamás un hombre ha hablado como
habla ese hombre»
Comentario:
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy notamos cómo se “complica” el ambiente
alrededor del Señor, pocos días antes de la Pasión ocurrida en Jerusalén. Por
causa de Él se genera como una suerte de discusión y controversia. No podía ser
de otro modo: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no,
sino división» (Lc 12,51).
Y no es que el Redentor desee la controversia y
la división, sino que ante Dios no valen las “medias tintas”: «Quien no está
conmigo, está contra mí; y quien no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). ¡Es
inevitable! Ante Él no hay ninguna postura neutra: o existe, o no existe; es mi
Señor, o no es mi Señor. No es posible servir a dos señores a la vez (cf. Mt
6,24).
San Juan Pablo II consideraba que ante Dios hay
que optar. La fe sencilla que nuestro buen Dios nos pide implica una opción.
Hay que optar porque Él no se nos quiere imponer; vino a la Tierra de manera
discreta; murió empequeñecido, sin hacer alarde de su condición divina (Flp
2,6). Es lo que expresa maravillosamente santo Tomás de Aquino en el Adoro Te
devote: «En la cruz se escondía sólo la divinidad, aquí [en la Eucaristía] se esconde
también la humanidad».
¡Hay que optar! Dios no se impone; se ofrece. Y
queda para nosotros la decisión de optar a favor de Él o de no hacerlo. Es una
cuestión personal que cada uno —con la ayuda del Espíritu Santo— ha de
resolver. De nada sirven los milagros, si las disposiciones del hombre no son
de humildad y de sencillez. Ante los mismos hechos, vemos a los judíos
divididos. Y es que en cuestiones de amor no se puede dar una respuesta tibia,
a medias: la vocación cristiana comporta una respuesta radical, tan radical
como fue el testimonio de entrega y obediencia de Cristo en la Cruz.
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