Tampoco yo te condeno.
Siempre me ha sorprendido la actuación de Jesús, radicalmente exigente
al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación
concreta de las personas. Tal vez, el caso más expresivo es su comportamiento
ante el adulterio. Jesús habla de manera tan radical al exponer las exigencias
del matrimonio indisoluble, que los discípulos opinan que, en tal caso, «no
trae cuenta casarse». Y, sin embargo, cuando todos quieren apedrear a una mujer
sorprendida en adulterio, es Jesús el único que no la condena.
Así es Jesús. Por fin ha existido alguien sobre la tierra que no se ha
dejado condicionar por ninguna ley y ningún poder. Alguien grande y magnánimo
que nunca odió, ni condenó ni devolvió mal por mal. Alguien a quien se mató
porque los hombres no pueden soportar el escándalo de tanta bondad.
Sin embargo, quien conoce cuánta oscuridad reina en el ser humano y lo
fácil que es condenar a otros para asegurarse la propia tranquilidad, sabe muy
bien que en esa actitud de comprensión y de perdón que adopta Jesús, incluso
contra lo que prescribe la ley, hay más verdad que en todas nuestras condenas
estrechas y resentidas.
El creyente descubre, además, en esa actitud de Jesús el rostro
verdadero de Dios y escucha un mensaje de salvación que se puede resumir así:
«Cuando no tengas a nadie que te comprenda, cuando los hombres te condenen,
cuando te sientas perdido y no sepas a quien acudir, has de saber que Dios es
tu amigo. Él está de tu parte. Dios comprende tu debilidad y hasta tu pecado».
Ésa es la mejor noticia que podíamos escuchar los hombres. Frente a la
incomprensión, los enjuiciamientos y las condenas fáciles de las gentes, el ser
humano siempre podrá esperar en la misericordia y el amor insondable de Dios.
Allí donde se acaba la comprensión de hombres, sigue firme la comprensión
infinita de Dios.
Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en toda
confusión, en toda angustia, siempre hay salida. Todo puede convertirse en
gracia. Nadie puede impedirnos vivir apoyados en el amor y la fidelidad de
Dios.
Por fuera, las cosas no cambian. Los problemas y conflictos siguen ahí
con toda su crudeza. Las amenazas no desaparecen. Hay que seguir sobrellevando
las cargas de la vida. Pero hay algo que lo cambia todo: la convicción de que
nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios.
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