Suele suceder que al escuchar hablar de la
santidad, nos sentimos poco aludidos, poco comprometidos. Más bien solemos
dejar este tema para otros, para los especialistas, para “los que sí pueden”.
Quizá para los religiosos y consagrados, pero no para un cristiano de la calle,
con sus cotidianos obstáculos y ocupaciones. Por supuesto que el problema
fundamental está en que nunca nos planteamos seriamente la pregunta sobre la
santidad.
Nos parece un edificio demasiado alto, posible sí,
pero... para otro.
Al leer el Evangelio, podemos percibir la llamada
alentadora de Cristo: “Siéntate y haz cuentas, ya verás que tienes recursos
suficientes para construir una torre más alta de lo que tú crees”.
Jesucristo es exigente, no se conforma con una
entrega a medias, quiere nuestro corazón totalmente para Él; pide todo. Nos
dice: Si alguno viene y no aborrece a su padre, a su madre,... y aun su propia
vida, no puede ser mi discípulo. Más aún, incluso cuando ya lo hemos dejado
todo nos pide una cosa más: El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no
puede ser mi discípulo. Es preciso dar la vida por Él, como Él mismo la dio por
nosotros. En definitiva, vemos que Cristo nos pide ser santos, quiere que todos
los que asuman su doctrina como norma de vida, sean verdaderos hombres de Dios,
desprendidos de todo, dedicados a Él.
Y lógicamente nos parece demasiado arduo. Incluso
es posible que hayamos dejado de considerarlo como una posibilidad. Cristo en
este pasaje nos invita a hacer cuentas para ver si tenemos o no para terminar
la obra de la santidad. Pero su idea no es para que nos retiremos decaídos y
desanimados: “No, no soy capaz de construirla”. Jamás ha pretendido Cristo que
hagamos las paces con el enemigo de nuestras almas. Por tanto, si nos invita a
deliberar si podemos hacerle frente, es para que nos convenzamos de que
realmente somos capaces de vencer, de que somos más fuertes de lo que nos
imaginamos. Podemos atrevernos a atacar con la plena seguridad de que saldremos
victoriosos.
Tenemos el material suficiente para levantar ese
gran edificio de nuestra santidad. Contamos con las tropas necesarias para
vencer al enemigo de Cristo en nosotros. Basta que hagamos cuentas, conscientes
de que nunca seremos tentados más allá de nuestras fuerzas.
Cuando Dios llama a alguien, lo toma y lo coloca en
estado excepcional de avanzada, de exigencia de perfección y de
responsabilidad, ante el cual el elegido se encuentra ahí, solo, inerme,
vulnerable por todas partes, débil y pecador. Ante ello, sólo queda una
alternativa: o la de huir aterrorizado o la de creer en la fidelidad de Dios. JLR
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