Nos gusta poder ayudar a
otros. Significa que tenemos sensibilidad, que percibimos
el dolor y las necesidades ajenas, que contamos con fuerzas para dar una mano.
Quizá nos cuesta dejarnos ayudar, porque ello
implica reconocer que estamos necesitados, que los problemas son superiores a
nuestras energías, que nos encontramos cansados o enfermos.
Dejarse ayudar, sin
embargo, tiene aspectos positivos. Por un lado, porque captamos algo que todos,
también los que parecen más afortunados, necesitamos descubrir: la vida es
siempre algo frágil.
Por otro lado, porque al abrirnos a la ayuda de otros reconocemos nuestra confianza en la
bondad humana. La habíamos experimentado tantas veces en nuestra
infancia, sobre todo a través de los padres. La experimentamos continuamente en
accidentes, enfermedades, estudios, trabajos, arreglos en la cocina...
Sí: a nuestro lado hay mucha gente buena, que
percibe nuestras flaquezas, que ofrece un consejo para apartarnos del mal
camino, que nos deja unos billetes (sin intereses) para salir adelante en un
aprieto económico.
Son hombres y mujeres que nos cuidan en los
hospitales, que nos protegen en la calle como policías (con frío y con calor),
que nos llevan al destino como conductores de metro o de autobuses, que nos
indican cómo llegar al ayuntamiento.
Al dejarnos ayudar por
tanta gente buena, superamos la pena de quien pide al constatar el alivio que
surge al vernos apoyados, acogidos, acompañados, cuidados, incluso a
costa del riesgo de contagiar con nuestra gripe a quien nos visita durante las
horas de fiebre.
Dejarnos ayudar por familiares, amigos, conocidos,
vecinos, compañeros de trabajo, facilita el que nuestros corazones se abran a
la ayuda definitiva, la única que puede perdonar pecados y superar el drama de
la muerte: la que nos ofrece Jesucristo, en nombre de Dios Padre, con la fuerza
y el consuelo del Espíritu… FP
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