Juan Bautista
Sarto era alguacil en Riese, un pueblecito del Norte de Italia, pequeño y
humilde como la mayoría de los que había en toda aquella zona a mediados del
siglo XIX. Aquel hombre vivía de su modesto empleo en el Ayuntamiento, de su
trabajo en un pequeño huerto y de lo que le proporcionaba el cuidado de una
vaca. Su mujer, Margarita Sanson, trabajaba como costurera. Tenían diez hijos,
aún pequeños. El mayor, Beppino, parecía un chico despierto. Era una pena,
pensaba, que esa inteligencia se perdiera, pero él no tenía dinero para dar
estudios a ninguno de sus hijos.
Un día se
plantó en su casa el coadjutor de la parroquia. Le dijo que habría que enviar a
Beppino a estudiar a Castelfranco, a siete kilómetros de Riese, porque el chico
quería ser sacerdote. Su padre se angustió un poco. ¿Qué podía hacer él, un
pobre alguacil de pueblo, sin más recursos que su huerto y su vaca, con tantos
hijos a la mesa? Él esperaba, además, que Beppino empezara a ayudarle pronto a
sostener a la familia, pero también estaba dispuesto a hacer cualquier
sacrificio para que su hijo pudiera ser sacerdote. No se le ocurrió mejor
solución que redoblar su trabajo para costearlo, aunque de todas formas Beppino
tendría que ir y volver a pie todos los días de Riese a Castelfranco.
Dicho y hecho.
Su hijo salía de madrugada y volvía de noche. Castelfranco estaba a siete
kilómetros y Beppino venía con los pies magullados, porque se quitaba las
sandalias para no gastarlas. A su mujer se le partía el corazón al verle llegar
así. Pero no había más remedio. Y pasó el tiempo. El chico terminó sus estudios
en Castelfranco y tenía que continuarlos. Acudió al párroco. Él quería sacar
adelante la vocación de su hijo, pero ¿qué más podía hacer? Don Fito tuvo una
idea: escribirían al Arzobispo de Venecia, que era de Riese y procedía también
de una familia humilde, como él. ¡Mamma mia! ¡El Patriarca de Venecia! Aquellas
palabras sonaban imponentes y casi inaccesibles en sus oídos: ¡El Patriarca de
Venecia! Pero la escribió. ¿Qué hay –pensaba– que un padre no haga por un hijo
que quiere ser sacerdote?
Pasaron las
semanas. Cuando llegó la carta no se atrevían a abrirla. Les temblaba el pulso.
Fueron corriendo a buscar al cura. Don Fito leyó: ¡el Cardenal de Venecia
concedía una beca para que su hijo estudiara en Padua! Aquello era un portillo
de luz en medio de su pobreza, que seguía siendo agobiante: para hacerle la
sotana, su mujer tuvo que llevar un viejo colchón al Monte de Piedad de
Castelfranco. Siguieron las desgracias, porque el pobre alguacil murió poco
tiempo después. Y Beppino vio, con el corazón destrozado, cómo su madre tuvo
que trabajar aún más, de día y noche, para sostener a la numerosa familia sin
contar con su ayuda. Pero ella lo hizo gustosa, por sacar adelante la vocación
de su hijo. Un día el pequeño Beppino llegaría a ser Cardenal de Venecia; y más
tarde Papa, con el nombre de Pío X, y santo.
Una historia
admirable, pero no un caso aislado. Como esta, podrían relatarse miles de
historias en las que muchos padres cristianos han escrito, con sencillez,
páginas admirables de heroísmo silencioso y de abnegación que han dado frutos
de santidad en toda la Iglesia. Su vida fue, en gran medida, la de sus hijos.
Su vivir fue desvivirse por ellos, y la gloria de sus hijos es su mejor gloria.
La santidad de
la vida de los santos nos deslumbra y casi nos impide ver a sus padres, pero
fueron ellos en multitud de ocasiones los que cuidaron de que esa luz,
encendida por el Espíritu Santo en el alma de sus hijos, no se apagara.
El Espíritu
Santo suscita vocaciones para la Iglesia habitualmente en el seno de las
familias cristianas. Se sirve del santo afán de esos padres cristianos, que
aspiran a salvar miles de almas gracias al apostolado de sus hijos, muchas
veces en lugares a donde ellos habían soñado llegar. Para ellos es un motivo
particular de gozo ver cómo la nueva evangelización que necesita el mundo es
fruto de su respuesta generosa. Gracias a esa respuesta generosa –de los padres
y de los hijos– la Iglesia está presente en nuevos lugares, se revitaliza la
vida cristiana en muchos ambientes, y se aprecian signos esperanzadores en todo
el mundo.
Muchos padres
se quejan de tantos males como aquejan al mundo: de la falta de recursos
morales en la sociedad, de la falta de personas que puedan regenerar
determinados ambientes, o de la falta de ideales grandes en la vida de tantos
chicos jóvenes. La solución a esas faltas está, en gran medida, en la mano de
los padres cristianos con verdadero afán misionero y apostólico, que se
esfuerzan por dar a sus hijos una verdadera educación cristiana, que siembran
en sus almas ideales de santidad y ensanchan su corazón con las obras de
misericordia, creando en torno a ellos un ambiente de sobriedad y de trabajo.
Dios concede a
los padres tantas veces una gracia pedida durante años en su oración. Esa
decisión es un acto de libertad que germina en el seno de una educación
cristiana. La familia se convierte así, gracias a la respuesta generosa de los
padres, en una verdadera Iglesia doméstica, donde el Espíritu Santo suscita
todo tipo de carismas y santifica así a toda la Iglesia.
— ¿A qué te refieres con los diversos tipos de
carismas?
A que Dios
llama por caminos muy diversos. Como decía Juan Pablo II en 1988, ante un estadio
abarrotado de jóvenes: “Con el corazón encendido, dialogando con el Señor, tal
vez alguno de vosotros se dé cuenta de que Jesús le pide más, de que le llama a
que, por su amor, se lo entregue todo. Queridos jóvenes, quisiera deciros a
cada uno: si tal llamada llega a tu corazón, no la acalles. Deja que se
desarrolle hasta la madurez de una auténtica vocación. Colabora con esa llamada
a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. Hay –lo sabéis bien–
una gran necesidad de vocaciones sacerdotales, religiosas y de laicos comprometidos
que sigan más de cerca a Jesús. “La mies es mucha, pero los obreros pocos.
Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 37-38). Con este programa la
Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y, si el fruto
de esta oración de la Iglesia llega a nacer en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad
al Maestro que os dice: “Sígueme”. No tengáis miedo y dadle, si os lo pide,
vuestro corazón y vuestra vida entera”. AA
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