Dejemos de
lado, por un momento, la palabra “eutanasia”. Porque con ella algunos dicen una
cosa y otros otra. Fijemos, entonces, nuestra atención en el enfermo, en sus
deseos y temores, en su fragilidad y su dolor, en su dependencia cada vez mayor
de las manos y de la honestidad del equipo médico.
¿Qué merece un
enfermo? Merece que sea visto siempre como un ser humano. Pase lo que pase,
conserva siempre su dignidad. Posee un valor inmenso, con unas necesidades muy
grandes en su cuerpo y, no hay que olvidarlo, en su espíritu.
Merece, por lo
mismo, ser respetado en sus deseos legítimos y ser atendido en su enfermedad.
Aunque sea un enfermo “terminal” al que le quedan pocas semanas de vida, su
mirada, su corazón, su fragilidad, han de ser tratados con pericia y, sobre
todo, con cariño.
No podemos
despreciarle o dejarle de lado. Aunque cueste dinero, aunque ocupe una cama y
aparatos muy sofisticados, aunque su acercamiento a la muerte nos lleve a
pensar que sería mejor “adelantar” su muerte. Nunca será justo actuar contra su
vida y contra sus derechos fundamentales.
Dentro del
marco del respeto, el enfermo o, cuando él no pueda hablar, sus familiares,
tiene el derecho de decir “basta” ante tratamientos que no sean capaces de
curarle y que alarguen dolorosamente su camino hacia la muerte. No es justo
“ensañarse” contra sus deseos y probar en un cuerpo herido aparatos y métodos
que sólo sirven para prolongar, unos días o meses, una vida cuando el enfermo
dice “ya déjenme morir en paz”.
No nos
confundamos: no es matar a un enfermo el suspender tratamientos que el mismo
enfermo ya no desea de modo razonable, porque los considera excesivos o porque
acepta que la vida merece rendirse ante el proceso de una enfermedad incurable.
En cambio, sí es matarlo quitarle tratamientos necesarios para su supervivencia
y pedidos por el mismo enfermo, si éste considera que vale la pena alargar unas
semanas o unos meses su existencia terrena.
Por lo tanto,
los tratamientos que no curan y que prolongan la lenta agonía del enfermo
pueden ser suspendidos. En ese caso, habrá que mantener aquellas atenciones
mínimas que todo ser humano merece: alimentación, hidratación, limpieza,
tratamiento del dolor a través del uso de calmantes o antidoloríficos.
Demos al
enfermo terminal todo lo que merece y todo lo que pida de modo legítimo. No
pensemos nunca en acelerar su muerte, pero tampoco alarguemos sus sufrimientos
con tratamientos inútiles que un enfermo ya no desee. De este modo,
mantendremos el respeto a su dignidad y a su autonomía legítima, mientras le
ofrecemos todo aquello que pueda ayudarle un poco en los últimos días de su
existencia entre nosotros. AA
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